«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?”. Ellos le contestaron: “Sí”. Él les dijo: “Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo”». (Mt 13,44-52)
El Señor nos habla hoy del Reino de los Cielos. El Reino del Amor de Dios que Él ha venido a traer a la tierra y que quiere que germine en el corazón de todos los hombres y mujeres del mundo. El Reino que es fruto de la acción del Espíritu Santo en el alma: ”un reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (Prefacio en la Misa de Cristo Rey).
En las parábolas de este evangelio, Jesucristo quiere que se nos quede muy hondamente grabado el valor del Reino. Quiere llamarnos la atención con palabras muy claras, para que nos convenzamos de que vale la pena descubrir y recibir ese Reino, que da la plenitud de sentido a toda nuestra vida, a todas nuestras acciones.
En la primera parábola, un hombre “encuentra” un tesoro en un campo que no es el suyo. No lo produce él, ni lo construye; es un regalo de Dios y enseguida reacciona. Al verlo, al contemplarlo, el hombre se llena de gozo y toma conciencia de su valor. Y, a la vez, descubre el poco valor de los bienes que hasta ese momento había ido acumulando.
Vende todo y compra el campo. Nosotros sabemos que este tesoro es el tesoro de nuestra fe; el tesoro que llenó de luz el alma de San Pedro cuando dijo al Señor: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. “Tú tienes palabras de vida eterna”.
Cristo quiere dar al alma la misma luz cuando habla de la perla de gran valor que encuentra un comerciante de perlas finas. Este hombre conoce su profesión. Jamás ha llegado a sus manos una “piedra” semejante, y también distingue claramente el valor de unas piedras y de otras. Ante la “perla de gran valor”, todas le parecen poca cosa y hasta inútiles. Ninguna le satisface. Entonces vende lo que tiene y la compra.
Esa “piedra” es la caridad. Es la piedra que también descubrió Pedro cuando se negó a que Jesús le lavara los pies, y ante las palabras de Jesús: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”, San Pedro reaccionó con toda vehemencia: “Señor, entonces, no solo los pies sino también las manos y la cabeza”.
Quienes descubren esos tesoros de la fe y de la caridad, y los compran, se dan cuenta de que es un tesoro que han de transmitir, que no lo pueden guardar en el fondo del corazón pensando solo en su bien y en ellos mismos.
En la tercera parábola, el Señor habla de una red “que echan en el mar”. ¿Quiénes son esos pescadores que se lanzan mar adentro a pescar? Quienes han descubierto el tesoro de la fe y de la caridad, y lanzan la red al mar en la esperanza de dar a conocer a muchos el tesoro. Cuando llega el momento de calificar la pesca se dan cuenta de que unos son buenos y otros malos.
La fe y la caridad son para todos, pero muchos las rechazan. Hay personas que han descubierto el “tesoro” y la “piedra de gran valor”, sin embargo, han preferido quedarse con sus pequeños bienes y cerrar los ojos ante la luz. Estas personas podemos ser también nosotros cuando rechazamos las exigencias de la fe, de la caridad, del amor a Dios y al prójimo, y cuando no queremos lanzar las redes para anunciar la fe a tanta gente. El Señor advierte de las consecuencias de ese rechazo: “Separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
Descubrir el Reino de los Cielos, descubrir la venida de Cristo a la Tierra, descubrir los planes de redención y de amor de Dios, es el reto y el horizonte de la vida de los cristianos. Y como el amor de Dios es infinito, nunca acabaremos descubriéndolo del todo. Siempre tenemos que abrirnos a la luz de una nueva “perla de gran valor” que aparezca en nuestro camino: una vez será un gran acto de caridad con un “enemigo” de Dios, de la Iglesia, de nosotros mismos; otra vez será dar un testimonio claro y patente de nuestra fe, aun con algún perjuicio personal; otras veces será la “objeción de conciencia” para rechazar actos contra la vida, contra la familia, contra la justicia, contra la caridad.
Jesucristo nos hace también a cada uno de nosotros la misma pregunta que hace a los apóstoles, para saber si entendían bien la parábola. Y les dice: “quien entiende del reino de los fieles es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo”. El “arca” son los Evangelios, el “arca” es la Verdad que nos transmite la Iglesia; el arca, en definitiva, es el mismo Cristo que es “el Camino, la Verdad y la Vida”.
¿Quién nos ayudará a sacar “lo nuevo y lo antiguo”, y reafirmar cada día la fe, la esperanza, la caridad? La Virgen Santa María. Ella nos enseña a decir al Señor con todo corazón: “Hágase en mi según tu palabra”. Y nosotros, de su mano, le decimos al Señor: “¡Auméntame la fe!”.
Ernesto Juliá Díaz