«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra habla vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, ,que alumbra a todo hombre. Al inundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: Éste es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». (Juan 1, 1-18)
Quisiera reflexionar sobre los sentimientos que nos sugiere este Niño Dios que nace en Belén, y que nos trae la noticia alegre y gozosa de su llegada en el escenario de la humilde pobreza de un pesebre.
Así, María, en la expectación confiada de su maternidad gloriosa, es un templo de gozo y alegría: “…exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador…”, exclama asombrada, después de escuchar el saludo de su prima Isabel, que la señala ante el mundo como la Madre de Dios. Y esta alegría es para todos los hombres, para los que fueron, para los que son y para los que serán, para los vivos y para los muertos. Pues se colmarán todas las esperanzas de la humanidad, serán vencidos el pecado y la muerte, y se abrirán de nuevo las puertas del paraíso que estaban cerradas.
Es la misma alegría que proclamó el ángel a los pastores, como heraldo de la luz que viene de lo alto en la plenitud del tiempo nuevo: “No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo, pues os ha nacido hoy un Salvador…”. Y en el cielo estrellado de aquella Nochebuena, un feliz ejército celestial entonaba el “Gloria a Dios en las alturas…”.
Y la maldición que comprendió a todas las mujeres por el pecado de desobediencia de Eva, de parir a los hijos con dolores multiplicados, quedó también, por esta y única vez, abolida, por la promesa del ángel que anunció la encarnación gloriosa del Hijo de Dios en el seno de María por obra del Espíritu Santo, y por tal merced,“engendrado, no creado”, y una virgen feliz, llena de gracia, sin pecado concebida, y bendita entre todas las mujeres, parió al Salvador del mundo para el gozo de los cielos y la tierra, como nos lo explica el Beato Juan de Ávila, entregándonos, contenta y anonadada, la primicia de ese Niño que traía en sus entrañas virginales, al Hijo del Altísimo, sin lágrimas y sin dolores de parto, como el mejor regalo para los hombres, y humildemente dichosa por la promesa cumplida a los patriarcas y profetas, que murieron sin ver cumplidos los oráculos divinos sobre su venida.
Gocémonos, pues, con esta Virgen Inmaculada y Madre, y con su casto esposo, san José, y participemos de la fiesta que celebra el universo entero, llenemos nuestro corazón con la sonrisa y el candor del Niño que se nos ofrece, aparejemos el alma para que venga feliz hasta nosotros, y nos inunde de su misma alegría, y clamemos unánimes con el profeta Isaías: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz”.
Y nos dice san Lucas en su Evangelio que María, “le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón”. Pues a lo que parece, la alegría y la pobreza no van juntas en este mundo. ¿Qué ocurre entonces? ¿Cómo cohonestamos la alegría de los cielos y de la Madre, con la pobreza en que nace el Niño Dios?
Escuchemos de nuevo al Beato Juan de Ávila que nos recuerda lo que dice Jesús: “Me envió mi Padre, a dar buenas nuevas a los pobres”. “¡Oh! Bendito seáis, Señor —exclama el beato— que aunque los pobres son desechados del mundo, no los desecháis vos”. Y prosigue: “¡Qué cosa tan pesada era la pobreza antes de que Cristo viniese al mundo! Pero bajó el Rico del cielo y escogió madre pobre, y ayo pobre, y nace en portal pobre, toma por cuna un pesebre, fue envuelto en pobres mantillas, y después, cuando grande, amó tanto la pobreza, que no tenía donde reclinar la cabeza, y finalmente, fue tan amador de la pobreza, que ya no hay cristiano, que no tenga en más ser pobre que rico”.
Y si Cristo viene pobre, consuélense todos los pobres de la tierra, los del cuerpo que tienen hambre y están desnudos, y los del alma, aquellos que no tienen su corazón puesto en las riquezas. Porque todos, absolutamente todos, somos pobres de la misericordia que imploramos de Dios; que ahora nos nace Niño, pero que luego, para cumplir la voluntad del Padre, se dejará clavar en una cruz por nuestros pecados para alcanzarnos la salvación.
Y así, la pobreza, el dolor y el sufrimiento, después del nacimiento de Jesús, ya tienen el consuelo y la alegría del Niño que llega con la medicina de Amor que cura todos los males. Reconozcámonos, pues, todos, pecadores, pues vivimos en la pobreza y la miseria del pecado, y esperanzados y arrepentidos, contemplemos al Niño, en la santa pobreza del pesebre de Belén.
Horacio Vázquez