La fe que tú tienes, guárdala para ti delante de Dios. ¡Dichoso aquel que no se juzga culpable a sí mismo al decidirse! Pero el que come dudando, se condena, porque no obra conforme a la fe; pues todo lo que no procede de la buena fe es pecado. (Rom 14, 22s)
Y daba vueltas y vueltas a la noria, persiguiendo mis propias huellas y haciendo cada vez un surco más acentuado y obligatorio. Sin poder divisar el exterior, el horizonte abierto y claro, con el campo visual delimitado a mis pasos que no paraban enloquecidos de dar giros y giros. Sabes que no llegas a nada, que la rueda sigue su huella mientras el yugo te atenaza, te somete, te abaja la mirada, te reboza en el polvo que tú mismo provocas.
Pero no puedes salir del círculo, da miedo, vértigo; el recuerdo de la muerte en la piel nos hace temer, nos obliga a someternos a aquel que rebusca en el estercolero y en la perdición cualquier atisbo de duda para volcar el vómito de la escoria sobre nuestro pábilo débil y confuso. Golpea una y otra vez las sienes de nuestra historia lejana y la despliega sobre el dolor abierto para anegarlo de pánico, de espanto y de recelo. Es lo que tiene la agridulce duda, que se desparrama sobre la razón y la deja maltrecha, cuando esta es hija única, cuando la fe se ha ausentado. Mira que la veo venir subida en la alforja de la sierpe y dejándose mimar y acariciar por la cordura, por la liberalidad, por la tolerancia; tanto que pareciera una meretriz bamboleando sus delicias y ordenando cuidadosamente sus pesquisas