En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes, a los escribas y a los ancianos: -«Un hombre plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó un torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. A su tiempo, envió un criado a los labradores, para percibir su tanto del fruto de la viña. Ellos lo agarraron, lo azotaron y lo despidieron con las manos vacías. Les envió de nuevo otro criado; a éste lo descalabraron e insultaron. Envió a otro y lo mataron; y a otros muchos, a los que azotaron o los mataron. Le quedaba uno, su hijo amado. Y lo envió el último, pensando “Respetarán a mi hijo”. Pero los labradores se dijeron: «Éste es el heredero. Venga, lo matamos, y será nuestra la herencia». Y, agarrándolo, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. ¿Qué hará el dueño de la viña? Vendrá, hará perecer a los labradores y arrendará la viña a otros. ¿No habéis leído aquel texto de la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente»?». Intentaron echarle mano, porque comprendieron que había dicho la parábola por ellos; pero temieron a la gente, y, dejándolo allí, se marcharon. (Marcos 12, 1-12)
Siempre nos hacemos la misma pregunta: ¿Por qué es tan despiadada la persecución religiosa? Casi siempre vemos una desproporción en el ataque. Se quiere acabar, reacabar y rematar al sujeto religioso como una plaga de cucarachas o ratas venenosas. ¡Lo bien que se lo pasó la prensa atacando a san Antonio María Claret calumniándolo con comentarios y caricaturas! Y de la tinta a la sangre: martirios terribles que no es necesario referir o repetir.
No creo yo que sean cuestiones puramente humanas. El demonio anda en la desproporción. “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanales de la tinieblas de este mundo, contra las huestes espirituales de la maldad que andan en las regiones aéreas “(Ef 6,12)
El mal es más mal cuanto más diametralmente opuesto es al bien. El mal de un franciscano rico es más enjundioso para el propio mal que el de un rico perdido entre la abundancia. Al espíritu malo le gusta el contraste grotesco. Las azucenas no hay que arrancarlas, hay que mancharlas previamente de tinta china, para mayor fruición del mal. La caída de un gigante es más divertida que la de un cualquiera. Así es el mal; gusta regustar la malicia en esencia.
La dolencia de san Francisco de Asís y santa María Magdalena de Pazzis era que el Amor no era amado, que Dios no era amado. No amar está mal; no amar al Amor es peor, verdadera delicia de maldad.
En la parábola del Evangelio nos encontramos un Señor absolutamente bueno, creativo y diligente, como en otros tiempos, allá por el edén, donde nuestros primeros padres recibieron la impronta creativa de procrear y dominar la tierra. La respuesta es esperpéntica, propia del barbudo diablo: agarrar, apalear, despedir, insultar, arrojar, descalabrar, matar. Si puede lo hace. Me refiero a Satanás: si puede atacar al blanco con el negro lo hará, si no, se conformará con tonos grises. Si puede cargarse la sal con azúcar lo hará, si no, hará que se desnaturalice de otro modo. Si puede matar la letra A con la Z lo hará, si no, se tendrá que conformar con letras letales intermedias. Su resentimiento no es para menos.
En la parábola se ve la progresión: primero, envío de criados, para dar paso al heredero. El espíritu pedagógico de Dios se ve roto por la barbarie y la prontitud pasional. Ya decía Pemán que en el mundo clásico la conversión pasaba por el cambio de ideas propias y el dominio de las pasiones, frente al mundo de hoy, vitalista todo él, carente de los recursos del humanismo grecolatino. La pasión va rápida, no quiere conocer las aulas de la educación y el civismo.
La palabra labrador nos lleva a valores altos: esfuerzo, sacrificio -a veces herocidad- sol, flores, cigarras, uvas y pan a la mesa. Pero cuando se pervierte el término chilla como ladrador. No son esos labradores que nos traen alimentos. Son ahora asesinos que tiñen de sangre el trigal y de bermejo la parra. Es una voz que ladra, bien distinta de la sencilla de los campos. El arador es ahora orador de blasfemias. El cultivador se trueca en alimaña del espíritu. Ya no son estos trabajadores aldeanos (Cantar de los cantares), jardineros (Cristo aparecido a la Magdalena), segadores de mies (San Juan de Ávila). Han perdido su sustancia y en vez de vida muerte dan. No son esos hombres sencillos, payeses de antaño. Piensan, calculan… para hacer el mal.
Eran criados los que Dios mandaba. Dulce servidumbre rechazada por estos labradores que pareciera tuvieran en su interior los pensares de Nietzsche: ¡moral de esclavos esta caridad cristiana! Matemos la moral y al esclavo también.
Esta plaga de nuestros días, esta alergia a lo cristiano, esta cerrazón a todo lo que huela a trigo y uva divinos, este hermetismo juvenil y cerrazón ultramundana, no son sino la cara agresiva de una desconfianza espiritual. Las heridas familiares, sociales y religiosas supuran ausencia de confianza. Y sin confianza la maquinaria humana se para en seco y no quiere saber nada de Dios. Creer en Dios es cambiar de vida y para ello se requiere grandes dosis de fe y paz: “En la tranquilidad y en la confianza está su fortaleza; pero no quisieron saber… En el reposo seréis salvos” (Is 30,5)
Si ataco sin razón ni proporción es porque me estoy defendiendo. Miles de jóvenes, y no tan jóvenes, se cierran en protección ante el ataque aéreo de Dios. Así lo viven, como un ataque, y por eso atacan con el desprecio o el desdén. Lo que es una fiesta pastoril de sacrificio y mesa acaba en tragedia y asesinato.
Los sumos sacerdotes, escribas y fariseos se pusieron muy nerviosos con esta parábola. Hombres llenos de respetos humanos, lejos de la paz agreste de Horacio y más lejos aún de la paz de Cristo, tejida de Vino y Pan. La viña ya no era el Edén del Cantar de Salomón sino campo de concentración, exterminio de apóstoles.