Andad, aprended lo que significa
“Misericordia quiero y no sacrificio”:
que no he venido a llamar a justos, sino a pecadores»
(Mt 9,12-13).
Estamos en los aledaños del templo de Jerusalén, después de que Jesús de Nazaret había provocado un altercado, cuando, lleno de celo por la casa de su Padre, arrojó de allí a todos los que negociaban con animales y dineros, reprochándoles severamente haberla convertido en una cueva de ladrones.
«Por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio…» (Jn 8,1-3).
Uciel y Sadoc eran dos empedernidos fariseos que se habían apartado un poco del grupo y comentaban rápidamente entre sí, casi atropellándose mutuamente:
UCIEL: ¡Menuda pájara está hecha!
SADOC: Esta vez no se nos escapa.
—Ya tenía yo ganas de echarle mano a esta ramera de cuatro cuartos. Desde que me dio esquinazo hace tres meses, no veía la hora de hacérselo pagar.
—La hemos cazados «in fraganti» con Asad, el de la Puerta de las Basuras, que, por cierto, ha desaparecido como el humo.
—Pues esta las va a pagar ahora todas juntas, como marca la Ley.
—Aquí la traen todos estos que la llevan en volandas y medio a rastras.
—Basta con ver qué pintas tiene esta furcia: mira cómo viene, desgreñada y con los vestidos medio rotos y descompuestos.
—Pues todos estos ya vienen cargaditos de piedras para comenzar el castigo.
—Cojamos unas cuantas también nosotros para añadirnos al espectáculo, que yo no me quiero privar de mi venganza por aquel desprecio que me hizo.
—Por lo que yo sé, y lo sé bien, esta mujer ha tenido líos con casi toda esta chusma que la empuja. A muchos los conozco de la sinagoga.
—Tú también tuviste lo tuyo con ella, que todo se sabe.
—Sí; y más de una vez… Ya sabes: débil que es uno y no se conforma con lo que tiene en casa. Mi mujer ya no está para muchos trotes.
—Pues la mía me ignora un día sí y otro también. Por eso buscaba yo a esta pendona, que tiene fama de calentona y muy complaciente.
—Mira quién esta por aquí también… ¿Lo ves ahí? Es el Rabino ese, el tal Jesús de Nazaret, al que muchos lo tienen como hombre sabio y justo.
—Sí, lo conozco; he oído hablar de él… A este también le tienen ganas muchos de nuestro Consejo. Hay varios miembros del Sanedrín que se mueren de rabia y de envidia por las cosas que dice y hace.
—Dicen que en una boda que hubo en Caná convirtió seis tinajas de agua en vino (ver Jn 2,1ss).
— Y curó al hijo de un oficial real sin ni siquiera tenerlo presente (ver Jn 4,46ss).
—A mí me han contado lo del paralítico de la piscina de Betesda: llevaba 38 años enfermo y este lo curó (ver Jn 5,1ss).
—Más sonado fue lo que ocurrió en la otra orilla del lago, donde con cinco panes de cebada y dos peces dio de comer a cinco mil hombres (ver Jn 6,1ss).
—Un grupo de los que están con él dicen que lo vieron caminar sobre las aguas (ver Jn 6,16ss).
—Todos nosotros sabemos cómo, antes de la fiesta de Pascua, armó tal jaleo en el templo, volcando las mesas de los cambistas y echando a latigazos a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas (ver Jn 2,13ss), que los sumos sacerdotes y muchos fariseos como nosotros andan detrás de él para ver si lo pillamos en algún renuncio y detenerlo (ver 7,46ss).
—Mira, mira: ha venido más gente con piedras, se están arremolinando alrededor de esa mujerzuela y está aumentando el barullo… Esos jóvenes de allá están llevando más piedras a los más ancianos…
—¿Qué te parece si nos ponemos al frente y abordamos a este Jesús de Nazaret a ver qué dice él que hagamos con esta adúltera?
—Vamos allá.
Hicieron un círculo alrededor de Jesús, que se había sentado sobre un poyete de piedra, descansando un rato, y, sin muchos preámbulos, con un gesto de cabeza de Uciel y Sadoc, empujaron a sus pies a aquella mujer desamparada, que, casi rostro en tierra, no se atrevía ni a levantar la cabeza ni la mirada, cubierta por su generosa cabellera, morena, mientras mantenía cerrados sus ojos, que, solo con algún parpadeo, decían que eran negros como sus pecados. Sollozaba en silencio.
—«0“Maestro —gritó el primer fariseo en voz alta para hacerse oír en medio de aquel alboroto vengativo y justiciero—, esta mujer ha sido sorprendida en fragante adulterio”.
—“La Ley de Moisés —continuó el segundo fariseo en tono de abogado resabido y resabiado— nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”.
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
—“El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo» (Jn 8,4-8).
Ante ese interrogatorio abierto y escudriñador, Jesús calla y, como respuesta, escribe en el suelo. Pero los fariseos le urgen una respuesta, porque entienden que, si se pronuncia a favor de la Ley (hay que lapidarla), se va a ganar la antipatía de la gente por falta de compasión; y, si se pronuncia en contra (no la lapidéis), contradice a la Ley mosaica, por lo que en ambos casos lo tienen cazado.
La voz inquiriente y acusadora de los fariseos que preguntan ha conseguido acallar todas las voces de los presentes, todos los murmullos, hasta dejarse notar en el aire cómo les tiembla la voz. La mujer sigue inmóvil en el suelo, aunque, de vez en cuando, con leves movimientos, trata de taparse los pies desnudos.
Seguros de su victoria, los fariseos insisten, quieren y urgen una respuesta inmediata. Jesús se levanta y un silencio entre timorato y respetuoso toma carta de naturaleza adueñándose de todos, que, instintivamente, van mirando, por este orden, a los fariseos que preguntan indagadores, a la mujer tendida en el suelo como un guiñapo despreciable y a Jesús de Nazaret con gesto sereno y severo puesto en pie. Mirando a todos, con una mirada mezcla de reproche y de compasión por ellos mismos, antes que por la mujer, salen de sus labios aquellas palabras lapidarias, aprendidas en el seno misericordioso de su Padre en el que fue engendrado «antes de la aurora» de los tiempos (Sal 110,3), palabras suaves de eterna sabiduría que pronuncia todas de corrido y casi silabeando cada una, sin levantar el tono: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra». Y de nuevo se puso a escribir en el suelo.
Por lo demás, bien sabemos cómo se desarrollaron las cosas. De pronto, con un silencio absoluto —esta vez un silencio que pregonaba los pecados ya no ocultos de todos los presentes—, y con un disimulo vergonzante todavía mayor, aquellos personajes tan vocingleros de unos minutos antes que clamaban «¡Lapidación!», fueron desapareciendo como por ensalmo, escabulléndose de aquel escenario que habían querido convertir en cadalso. Y lo más curioso es que aquel triste desfile comenzó por los más viejos, encabezados, cómo no, por nuestros dos ancianos fariseos, Uciel y Sadoc.
No se oía ruido alguno. Si acaso el de los párpados de los ojos de aquella mujer, que los abría y cerraba con velocidad pasmosa, sin saber si romper a llorar de alegría o llorar de pena. En todo caso, llorar de emoción quería, pero la perplejidad no la dejaba.
«Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ella respondió: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”» (Jn 8,9-11).
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
(Mt 5,7-8).