La palabreja la usábamos de niños para reprocharnos mutuamente cuando alguno delataba a otro, generalmente por cosillas de poca monta. Nos increpábamos así: “Chivato, acusica, la rabia te pica…” Pues bien, hay un personaje en los evangelios al que le viene como anillo al dedo esta calificación de acusica y, en este caso, no por motivos baladíes, sino por hechos que arrastraron graves consecuencias.
Me refiero a la portera que, en la noche de la Pasión del Señor, acusó a Pedro, cuyo acento lo delataba como galileo, y arremetió con ganas contra él, sospechando que iba a medias con Jesús; pero Pedro lo negó, con tanta cara dura como miedo. El Señor lo miró, se cruzaron las miradas de ambos, Pedro se acordó de la profecía que poco antes le había hecho Jesús en la última cena y el gallo cantó. Y Pedro, primario de temperamento como él solo, y rudamente noble de carácter, también como él solo, o, mejor, noblemente rudo, como Dios lo había hecho, con toda el alma en el corazón y el corazón en un puño, rompió a llorar, y “llorar amargamente” (Lc 22,62). Seguramente durante el resto de su vida, Pedro habrá oído el canto del gallo en infinidad de madrugadas y mañanas de oración y su quiquiriquí habrá desencadenado el torrente de lágrimas de sus ojos paulatinamente ancianos. Hay una tradición que cuenta que aquel venerable presbítero que quiso huir de la Roma donde él había predicado —“¿A dónde vas, Pedro” (“Quo vadis?”), le salió al paso el Señor—, tenía dos surcos en su rostro, causados por el raudal de lágrimas que siguieron brotando siempre amargas (de dolor) y dulces (de amor) de aquellos amables ojos, cuyos párpados bajaría avergonzado cuando lo miró el Señor aquella inolvidable noche de la doble traición, la de Judas y la suya. Aquella portera (la “muchacha portera”, dice bien la Biblia de Jerusalén, traduciendo el griego literalmente, mejor que criada: Jn 18,17), aquella mujer —¡pobre mujer!, ¿qué fue de ella?—, pasó totalmente desapercibida por todos y nunca más se supo de ella, una vez que cumplió la misión que tenía destinada en la Pasión: ser la primera acusica de Pedro (pues luego hubo otros). No sé por qué la imagen tópica de una portera responde a un cliché prejuiciado de una mujer, generalmente ya no joven, poco arreglada, con la escoba cerca de sus manos, rezongona, a veces chismosa y a veces confidente… Sea como fuere, el caso es que, a pesar de que Jesús había anticipado la Pascua con los suyos, aquella buena mujer le “hizo la pascua” a Pedro. No sabemos qué pasó luego con ella y, puestos a dar cabida a la imaginación (¿qué ocurrió con Barrabás, con el Cireneo, con el centurión de la crucifixión, con los guardias del sepulcro…?), hasta podemos pensar que Pedro la buscó después, le hablaría de Jesús y vivió una vida cristiana oculta y plena en alguna de aquellas primeras comunidades judeocristianas.