«En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: “¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”. Jesús lo oyó y dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificios’: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”». (Mt 9,9-13)
Este Evangelio nos habla del kairós, del momento señalado en el propósito de Dios. De ese lapso de tiempo en el que algo importante sucede: ¡Jesús pasa! Y mira a un hombre y le ofrece un don, un regalo: su Amor. Un amor que cura a los enfermos. Y ese hombre, que está sentado , que no da nada gratuitamente y cobra “para ser” se levanta y lo sigue. ¿A dónde? A su propia casa.
Ante esta actitud inusual, los demás hombres acuden también a su casa, le siguen y se sientan a su mesa. Impresionante, ¿verdad? Sobre todo cuando recordamos que hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios por puro Amor suyo y por eso también libres, hasta el punto de poder darle la espalda.
Siempre que se proclama la Buena Nueva se produce un lapso de tiempo, un kairós, y Jesús pasa ante nuestro mostrador donde estamos estancados vendiendo a los demás nuestros afectos, sin movernos, sufriendo una parálisis voluntaria, enfermos, con el alma estancada. Y Él nos mira y nos ofrece su don.
Si dejando todo lo que nos provoca “estar sentados” aceptamos su don y le seguimos, aparecerá Mateo —que significa don de Dios. Nuestra vida habrá cambiado, nuestro corazón estará vacío de vanidades pues ese don lo llenará todo; por eso Jesús entrará y se sentará en nuestra mesa. La gente que nos conoce y ve en nosotros una nueva forma de vivir querrá sentarse con nosotros y compartir ese “don” que sacia y que da un nuevo sentido a la existencia. No obstante, los que creen estar en posesión de la verdad lo cuestionarán; y no solo desconocidos sino también en nuestras familias y amistades.
A diario Dios me regala su Amor, no exento de sufrimientos donde aparece la Cruz. Yo, a cambio, solo puedo darle mis pecados; esa feliz culpa que mereció tan gran Redentor. Porque el día que deje de sentirme pecador ya no tendrá sentido mi “estar en la Iglesia”, pues “no tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos”.
Juan Manuel Balmes