¡Ay de vosotros, los fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis a un lado la justicia y el amor a Dios! Esto es lo que había que practicar, aunque sin omitir aquello. ¡Ay de vosotros, los fariseos, que amáis el primer asiento en las sinagogas y que se os salude en las plazas! ¡Ay de vosotros, pues sois como los sepulcros que no se ven, sobre los que andan los hombres sin saberlo!»
Uno de los legistas le respondió: «¡Maestro, diciendo estas cosas también nos injurias a nosotros!» Pero él dijo: «¡Ay también de vosotros, los legistas, que imponéis a los hombres cargas intolerables, y vosotros no las tocáis ni con uno de vuestros dedos! (San Lucas 11, 42-46).
COMENTARIO
Dios es amor, y misericordia que busca siempre el bien del pecador atrayéndolo a sí; amar es la sintonía de nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. Este conocimiento de Dios, que se traduce en amor que obedece a sus palabras, se hace don de sí, y es vida para nosotros, pero a consecuencia del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal, por lo que la vida cristiana, con las armas del Espíritu, no deja nunca de ser el combate, del que san Pablo nos habla con frecuencia.
La ley tiene un cometido de signo y de cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama, se adhiere rectamente a los preceptos, mientras una adhesión legalista en la que falta el amor, sólo los alcanza superficial e infructuosamente. El cumplimiento legalista de ciertos preceptos, enajenados del amor, carece de valor en sí mismo: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. “Esto había que practicar, sin olvidar aquello”. “Cuelan el mosquito y se tragan el camello”.
Los preceptos nos recuerdan y especifican la necesidad de vivir en el amor a Dios y al prójimo, porque la raíz de toda la ley es el amor, indicándonos el camino para evitar que nos salgamos de él y nos despeñemos por simas y barrancos, evitando además las insidias del enemigo.
Pobres de nosotros, ¡ay!, si a semejanza de los escribas, fariseos y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea el amor del Señor y la caridad con nuestros semejantes, y pretendemos justificar nuestra perversión con la vaciedad de un cumplimiento externo extraño al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las pasiones mundanas.