«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Déjame que te saque la mota del ojo», teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita; sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano”» (Mt 7,1-5)
El hecho de estar metido en el mundillo de la “pastoral penitenciaria” me ha llevado a conocer cientos de sentencias, cientos de personas juzgadas y condenadas legítimamente por el “poder judicial” y a buen número de magistrados de todo tipo de “pelaje” y sensibilidad. Con todo el respeto del mundo hacia aquellos que tienen la difícil tarea de juzgar y hacer aplicar las leyes que nos hemos dado para poder convivir de manera pacífica, entre compañeros y voluntarios, cuanto lees algunas sentencias en las que “se te caen los palos del sombrajo”, así, en caliente, y dentro de un contexto de conversación informal suelto la “boutade” de que los jueces, antes de acceder a la titularidad de una plaza tendrían que haber pasado al menos un año en “la Celsa”, el Gallinero, en los tugurios de las calles, en definitiva, codo con codo con los ambientes y situaciones que han de juzgar; no que, como es una de las oposiciones más difíciles, suelen acceder a ellas cerebrines empollones, que a lo largo de su etapa estudiantil no han salido ni a la fiesta patronal del colegio mayor. Por favor, no se saque de contexto esta expresión, sé que es exagerada e injusta, pero sí quiero transmitir el mal sabor de boca que deja esta imagen estereotipada de “justicia”, aséptica, insensible, neutral, ¡¡ciega!!…
La justicia no solo no tenía que ser ciega, sino tener “rayos x”; una vista que traspase las primeras apariencias y sea capaz de “ver” el corazón. No podemos juzgar verdaderamente lo que ha llevado a tal persona a obrar de tal manera. “Solo Dios conoce verdaderamente el corazón de cada hombre”, reza la oración colecta del Misal Romano en la “misa votiva por los encarcelados”.
Recuerdo cuando era niño, que en mi pueblo había un sector en el cementerio para “no dar cristiana sepultura”. La mayoría de los allí enterrados eran casos de suicidio. Ese muro que separaba lo que era el “campo santo” de “el campo de los, digo yo, condenados” cayó como el muro de Berlín cuando el santo párroco que había entonces, ante el caso de un pobre hombre que se ahorcó, decidió que fuese enterrado con todas las exequias cristianas, en su tumba familiar, sin ningún tipo de discriminación y no sin tener que aguantar las críticas de la distinguida beatitud a la que amorró con una frase, creo que de S. Agustín,(se me olvida el autor, pero no la cita) el cual ante una situación similar dijo “¡y quién sabe lo que pudo ocurrir entre el puente y el río…!” (Gestos de misericordia como este, quedan grabados para siempre).
Por eso es importante empezar por uno mismo. Es fácil dictar una sentencia de muerte, como hace el rey David, ante el caso del rico que mata al pobrecillo para quedarse con la oveja de la que se había encaprichado. Es más difícil entonar el “miserere” con un corazón contrito y humillado cuando el profeta Natán le descubre la identidad de semejante asesino: “Ese hombre eres tú”.
La paja en el ojo puede que escueza, a lo más, producir una conjuntivitis. Pero la viga lo destroza, lo machaca, te deja literalmente ciego. Además, con una ceguera a la que te terminas acostumbrando, como la justicia, como el ciego de nacimiento del evangelio de Juan. Esto es así, y punto.
«Jesús, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”» (Jn 9,6-7). Barro en los ojos. ¡Qué desagradable y cómo escuece!; pero es barro (mi naturaleza, mi fragilidad) mezclado con tu saliva (lo que sale de tu boca, tu Palabra). ¡Cuántas vigas han quitado ese barro, y seguirán quitando!
Veinte años metido en el mundillo de la “pastoral penitenciaria” me han llevado a conocer cientos de sentencias, cientos de personas juzgadas y condenadas legítimamente por el “poder judicial” y a buen número de magistrados de todo tipo de “pelaje” y sensibilidad. Pero sobre todo me han llevado a conocer una realidad: Que yo no soy mejor que ninguno de ellos.
Pablo Morata