Querido amigo Juan Pablo:
Hay veces que te echo de menos. Han sido muchos años juntos, casi todo lo que llevo de conversión… y esto, deja huella. Ya hace seis años que te fuiste, y todavía me emociono cuando veo alguna foto tuya. Da igual; puedes estar en ella pletórico de fuerza, de ganas de vivir… o puedes mostrarte como en tus últimos años, débil, necesitado… anciano. Da lo mismo. Tu fortaleza sigue presente de una u otra forma.
Todavía me acuerdo de la primera vez que te vi, casi a un metro de mí… ibas en el Papamóvil, en Santiago de Compostela. Fue en la peregrinación al Monte del Gozo. Yo «pasé» de esperarte en el Monte. Y con una amiga decidí ver la catedral, -cosa que no pudimos-. De pronto, sin esperarlo, ya de vuelta, en la carretera, cuando no había casi nadie, pasaste bendiciéndonos a todos. Todavía me estremezco, porque sentí que me bendecías a mí.
Por aquel entonces yo acababa de pasar por una crisis de fe, y necesitaba encontrarme con Jesucristo. Para mí fue igual que cuando Jesús dice a Mateo, el publicano: «Ven, y sígueme». Y él, dejándolo todo, le siguió. Aquella peregrinación marcó mi vida. Hubo un antes y un después de verte en el Monte del Gozo. En aquella ocasión, una Palabra se me quedó grabada a fuego: «¿Quien dice la gente que soy yo? -Unos dicen que Elías, otros que Juan el Bautista, otros que el Profeta… Y vosotros, quién decís que soy yo?»
Y aquella vez, dije contigo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Después, siempre que mi fe se ha tambaleado, he hecho memoria de todos los hitos que Cristo ha puesto en mi vida, de todas las veces que he resucitado con él, tras pasar por la muerte más profunda… y entonces he vuelto a decir: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
A los que entonces éramos jóvenes, nos diste alimento y bebida de la que perdura. Me has ayudado a madurar la fe. A discernir. A fundamentar mi vida sobre roca. Recuerdo cómo nos urgías a ser santos, a no conformarnos con una vida mediocre, a buscar los bienes de arriba. Nos pusiste metas altas y nos ayudaste a aspirar a ellas. Nos decías, «si queréis ser los primeros, sed los últimos. Servid. Amad». «Dios os quiere libres, felices… haced lo que El os diga».
«No tengáis miedo. Cristo está con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. Abrid las puertas de vuestro corazón a Jesucristo. El no os defraudará».
Lo mejor de todo es que tú cumplías todo lo que nos decías, en ti mismo.
Tú le seguías fielmente, y nosotros lo veíamos. Y nos animábamos a seguir sus pasos, y los tuyos detrás de Él. Podría hablar de cuando te acompañamos en Israel, de lo exultante que estabas, porque habías ansiado tanto pisar la misma tierra de Cristo y de María… Has sido un pastor bueno, y nos has llevado
a pastos jugosos. Nos has servido la Palabra y nos has mostrado a Cristo vivo y resucitado. También sufriente. Y lo has hecho carne en tu vida. Y lo has mostrado al mundo. Ahora me dices: Haz tú lo mismo.
Recuerdo tu funeral. Impresionante. Jefes de Estado, religiosos, personalidades
de todo el mundo, el pueblo de Dios… todos, mostrándote sus respetos. Por tu sencillez. Por tu don de servicio. Por ser «fuerza de Dios». Santo Súbito, fue el clamor del pueblo. Yo también lo digo hoy: Santo súbito.
«Te verán los reyes/ se pondrán de pie/los príncipes de la tierra se inclinarán/
Yo te he elegido/ te he elegido…/ Este salmo se cumplió en tu funeral. Yo tenía una deuda contigo, no haber estado en Colón la última vez que viniste… aquello era una espina clavada en el corazón -ya había salido de cuentas, en el embarazo de Inés, y no me atreví-. Pero gracias a Dios, pude despedirme de ti hace cuatro años, en Roma, cuando sin preverlo, nos encontramos de repente delante de tu tumba, en la cripta de la Basílica de San Pedro. Entonces me emocioné y lloré como una Magdalena. Y me despedí de ti, mi hermano querido.
Cuando te fuiste al Padre, nos dejaste un poco huérfanos.