En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis. Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ése sí lo recibiréis. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?» (San Juan 5, 31-47).
COMENTARIO
¿Qué litigio enfrenta a Jesús con los judíos, para que Jesús deba dar testimonio de sí mismo? No es otro que el mismo que Juan le hace en forma de pregunta: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”
Rastreando en la Escritura, hay un litigio permanente entre el pueblo elegido y Dios: Dios, desde la prueba de Masá y Meribá, hasta el Gólgota, mantiene una alianza que no alcanza a penetrar en el corazón de su pueblo. Para que entre la alianza en el corazón del hombre (Ez. 11, 19-20: “Les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios”), el plan de Dios es abrir su propio corazón, de donde sale ese pueblo nuevo, en donde ya no hay judío ni gentil, sino la Iglesia, el pueblo de la Nueva Alianza, que tan imperfectamente pone por obra la obra del Señor, como ocurrió con la ley de la Antigua Alianza.
¿Me reconoces a mí, Jesús, el Cristo, Dios encarnado, verdadero hombre y verdadero Dios? Moisés y los profetas hablan de mí. Si creyeras a Moisés y a los profetas, me creerías a mí, porque hablan de mí. Pero si no les crees, cree al menos en mi obra.
¿Cuál es mi obra, la obra del Mesías? Los ciegos, ven; los cojos andan; los leprosos quedan limpios. Y es anunciado a los pobres el Reino de Dios (Lc 7, 22). Esa es la obra mesiánica anunciada por el profeta Isaías (“Mirad que llega vuestro Dios, vengador; Dios que os trae la recompensa, Él vendrá y os salvará. Entonces se abrirán los ojos del ciego, las orejas de sordo se destaparán. Entonces saltará el cojo como un ciervo, la lengua del mudo gritará de júbilo” Is 34, 4-6). Pero sobre todo, mi obra cumbre es entrar en la muerte (Yo, que soy el Eterno), abrir las puertas de muerte con mi resurrección y darte vida eterna, hacerte partícipe de mi inmortalidad, de mi naturaleza, igual que saqué por mano de Moisés a mi pueblo de la esclavitud de Egipto.
Juan, que ha saltado de gozo al reconocerlo en el vientre materno, que le conocía porque era pariente suyo, le conoce de otra forma cuando recibe la respuesta de Jesús: los ciegos, ven; los sordos, oyen; los cojos, andan; los leprosos quedan limpios, y se anuncia por todas partes la llegada del reino de Dios. Juan da crédito a las obras, que son las obras del nuevo Moisés, las obras del Mesías.
¿Dónde está el problema? ¿Por qué teniendo ojos, no vemos, como dice Jesús en el evangelio? ¿Por qué se nos ha embotado el corazón, si conocemos las promesas y tenemos las Escrituras, que todas ellas hablan de él?
Corremos un verdadero riesgo de creer que esto que se narra en el evangelio es el conflicto de los fariseos y escribas con el Señor. No. No es ese litigio. Es el litigio entre la naturaleza humana caída, corrompida por el pecado, entre cada uno de nosotros y el designio del Dios sobre nosotros, sobre el hombre, que es que todos lleguen a conocerlo, que es que recibamos su Espíritu y por el Espíritu, viviremos, viviremos eternamente. Esa es la promesa.