En Adviento y Navidad, hemos regustado que alguien esperado viene. Obviamente Dios, ni va ni viene, porque en su eternidad, siempre está en sí mismo, pero al hombre lo define su ir y venir, crecer y menguar, llegar y marcharse, abrazar y separarse. ¿Será que al que recordamos en Navidad es Dios y hombre?¿Será el Hijo de Dios hecho hombre? En el ritmo litúrgico del Tiempo Ordinario lo descubriremos así, para nuestro gozo.
El sentido evolutivo y relacional de nuestra raza humana, ha hecho que en todos los pueblos surja la esperanza de un salvador, liberador de la precaria realidad presente, un Rey, líder que surgiendo de la esencia del pueblo, arreglará las cosas. Esa esperanza es la medida de su fuerza, el motor de su historia. ¿No lo seguimos esperando hoy? En las figuras de la Navidad, José de Belén, de Nazaret, Hijo de David y de Abrahán, queda oculto tras otras figuras brillantes. María, un Arcángel, Juan Bautista, Isabel, Zacarías, Simeón, Ana, pastores o magos, dejan en la sombra al santo Patrono, que retoma algún protagonismo cuando las cosas se ponen dificiles. Cuando hay que aceptar lo que parece imposible, cuando hay que dejar todo en una noche y salir huyendo al amanecer, cuando hay que saber esconderse en los momentos de gloria, sin dejar de cuidar de los suyos, él siempre estaba allí. Y a partir de su primera Navidad, el tiempo ordinario fue ya extraordinario.
Hasta que comencé a preparar mi nuevo libro «HOMBRE JUSTO, BENDITO, POETA, JOSE», nunca había dedicado demasiado esfuerzo a entender la Palabra proclamada, la Escritura que consagra, desde la experiencia única de José. Él no dice nada en los Evangelios, pero lo tiene todo, lo custodia todo, su sombra se adivina en todo. Y los Salmos cantados desde su experiencia, son más deliciosos aún, sabiendo que esos mismos versos los cantaba él, y consolaban su alma. Sería imposible la realidad cristiana, sin la presencia silente y práctica de José. Lo que Jesús proclamaba, no solo lo sabía por conducto directo de su Padre del cielo, sino que su memoria humana había crecido repleta de la figura, gestos y tono de voz al amparo de José.
Era José el «hombre de María»–anèr autès–,(Mt 1,16,19). Se traduce por «su esposo», y en verdad que lo era, pero Mateo quiere subrayar en relación al niño, que José era un hombre. Era el «hombre de ella», de la Madre virgen del Cristo. Cuando Mateo inicia la genealogía de David en Abrahán, para contar la novedad que imprime al Evangelio, la incardina también, como Lucas, con el hombre primero, con Adán. Lucas lo dirá directamente, pero Mateo, influenciado por la Midrhasch hebrea, quiere que descubramos la realidad en búsqueda personal, como en las parábolas. Mateo es el que más veces identificará a Jesús como el «Hijo del hombre».
Ser un hombre, en el Israel de hace dos mil años, es un dato de su carácter que quizás no encuadrase con muchas pretenciosas teorías liberadoras de hoy, pero nos sirve para entrar al mundo extraordinario de la experiencia de fe que vivió José. Supo hacerse grande por su pequeñez. Maestra para ello tuvo en su esposa.
Al comienzo de la vida física de Jesús en el vientre de María, aparece José; y al comienzo de la vida pública también aparece su luz, como un retrato en sombras de las bienaventuranzas. Sentado Jesús en lo alto de un monte, –figura inequívoca de un padre–, si estaba allí María, Santiago y sus hermanos, Simón, José y Judas, pensarían que el Maestro estaba publicando al mundo nuevo la figura querida para ellos de José. Pobre de Espíritu, manso, sufridor a tope, Justo, misericordioso, de alma limpia, pacífico y acostumbrado a ser perseguido por esa justicia… El paradigma de todos los Benditos, bienaventurados (Macariois), fue sin duda el Hombre José. Supo escuchar, aceptar realidades contra sus tradiciones, emigrar, refugiarse en país extranjero y volver, admirarse de las cosas de Dios, alegrarse con los humildes… ¡Cuanta falta nos hace hoy conocer y vivir las virtudes de este hombre!
Manuel Requena