Como el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Y sucedió que, cuando el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajo el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado: en ti me complazco” (San Lucas 3, 15-16.21-22).
COMENTARIO
El amor de complacencia es el amor característico, propio por así decir, de un padre respecto de su hijo (vid. Mt 3, 17). Un padre dona amor y vida, o, vida y amor; porque lo uno comporta lo otro. El Padre, y todo padre tomando causa de Él, decide dar la vida porque ama y ama porque confiere la vida. En tiempos “recios”, los actuales, donde se predica y practica “la muerte del padre” es imprescindible tomar conciencia de que la vida, en un primer momento, parte del padre, de su iniciativa.
Esto es importante para acercarse a las semejanzas y diferencias que existen entre Juan y Jesús, al margen de su parentesco, a fin de intuir un poco la continuidad, el gesto de “desatarle la correa de sus sandalias”, entre el último profeta y el cumplimiento de las promesas: la llegada del Mesías. Para ello nada mejor que escuchar atentamente que dice el uno del otro, y por encima de todo, tras la auto revelación en las Bodas de Caná, la manifestación de la voz del Padre: “Este es mi hijo, el amado, el predilecto”. Luego vendrá su propia y pública proclamación, revestida de rechazo; “Yo he venido al mundo en el nombre de mi Padre, pero no me reconocéis” (Jn 5, 43).
Sobre tales coetáneos “enviados” se cierne un halo de misterio respecto a su concepción y nacimiento; ambas gestaciones parten de una aparente y natural “imposibilidad”; María no conocía varón y Ana era estéril y anciana.
Resumiendo mucho, ambos cumplían una misión y desde niños causaron asombro, ambos tenían discípulos y seguidores, ambos producían respeto y curiosidad, ambos tuvieron un proceso inicuo, ambos fueron cruelmente asesinados, ambos recibieron sepultura, etc. Juan instaba a la conversión porque el reino de Dios estaba cerca, (Mt. 3,2) y Jesús proclama que con Él ya había llegado (Mt 12, 28). Ambos “se ganaron” su ajusticiamiento por denunciar a los poderosos (llamándolos “raza de víboras” en Mt 3,7 en boca de Juan y en Mt 23,33 en boca de Jesús), explicándoles que no basta con decir “somos hijos de Abrahán” (Cfr. Mt 2, 9 y Jn 8, 33 ss)
¿Pero qué dice Juan de Jesús? Conviene recordar que se alborozó ya en el seno de su madre. También mandó enviados a preguntar abiertamente para que se identificara “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (Mt 11, 3), en un clima de gran expectación (Lc 3, 15). Finalmente el Bautista, señala a Jesús como el Mesías esperado.
Por su parte Jesús no escatima valorizar a Juan. “¿Que salisteis a ver en el desierto?… ¿A ver a un profeta? Si, os los aseguro, y más que profeta” (Mt 11 10)”. Lo asombroso es que no solamente estaba profetizada la venida del Masías, sino que la figura del precursor también estaba preanunciada en las escrituras. Lo atestigua el propio Jesús: “Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de mí, el cual te preparará por delante el camino” (Mt 11,10)
Encontramos una doble y recíproca identificación, que redunda en credibilidad para sus respectivas misiones salvíficas. Jesús al ponderar a El Bautista, ante el que muchos venían a confesar sus pecados, está confirmando que ha llegado su hora, el Reino. Y Juan al apartarse a un lado y reconocer la preeminencia de Jesús, da pleno cumplimiento a su función. Por eso Jesús le concede la primacía “entre los nacidos de mujer”; “sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.” Entre Juan Bautista y Jesús se anuda el cumplimiento de las promesas y plantea un doble y terrible ejercicio de fe; “El Padre y yo somos una misma cosa (Jn 10,30) “Y, si queréis admitirlo, él es Elías el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga”. (Mt 11, 14). Pero la fe, la aceptación de Jesús no es una opción más entre muchas: “… porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados”. (Jn 8, 24).
El propio Jesús se presenta, mostrando su humanidad más radical, a recibir el bautismo que administraba Juan, autorizándolo: no era ningún impostor. Pero en ese abajamiento aparece el Espíritu; y en forma de paloma, uno de los emblemas de Israel, señalando que Jesús es y trae la Salvación. Porque un Hijo se nos ha dado.