Últimamente se ha hablado mucho del divorcio, particularmente el espinoso asunto de la comunión de los divorciados vueltos a casar, tratado en el Sínodo sobre la familia recién concluido. Esquematizando demasiado –y por eso mismo siendo injustos–, dos posturas parece que se han enfrentado en las discusiones sinodales: los que apelan a la secular postura de la Iglesia, basada en la enseñanza de Jesús, y los que hacen bandera de la misericordia y la «benevolencia pastoral» para solucionar un problema que duele y afecta a muchos cristianos.
Si volvemos la vista a Jesús, encontraremos, ciertamente, una postura rotunda con respecto al divorcio. (En realidad, más que de divorcio habría que hablar de repudio, practicado en Israel, por cierto, solo por el varón con respecto a su esposa.) Según los historiadores, uno de los hechos más claros en la figura del Jesús histórico es su oposición al divorcio. La rotundidad de la afirmación viene precisamente de que supone una rareza: ninguna corriente del judaísmo de la época de Jesús se oponía a algo que venía legislado en la Ley de Moisés (Dt 24,1ss). Lo que sí se discutía eran las condiciones para que el marido pudiera repudiar a su mujer. De todos son conocidas las posturas de los maestros Hillel y Shammay. Mientras el primero mantenía una actitud «liberal»: el marido puede divorciarse de su esposa prácticamente por cualquier motivo (porque ya no le gusta, porque le ha quemado la comida…), el segundo era mucho más restrictivo: solo en caso de «indecencia», que probablemente hay que interpretar como adulterio o unión considerada incestuosa (quizá lo que en el evangelio de Mateo se llama porneia, Mt 5,32).
Pero, ¿por qué se oponía Jesús al divorcio? Todo apunta a que Jesús se preocupaba por la situación de la mujer repudiada, que quedaba sin protección y en situación de precariedad absoluta. ¿Es este el caso en el divorcio en nuestros días? Sería bueno revisar nuestras posturas sobre el particular y ver hasta qué punto se ajustan al pensamiento del Maestro.
Pedro Barrado.