Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo:
–«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó:
–«Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»
Pedro le dijo:
–«No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó:
–«Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo:
«Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo:
–«Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. »
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.»
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
–«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (San Juan 13, 1-15).
COMENTARIO
El evangelista introduce el relato de la Pasión del Señor con esta solemne obertura. Durante todo el evangelio se ha ido preparando la llegada de la “hora” de Jesús: la “hora de pasar de este mundo al Padre”. Finalmente, después de que el pueblo de Israel ha renegado de su Mesías y decretado su muerte, puede Jesús subir a la cruz, fuera de la ciudad, llevando consigo los pecados del mundo. De este modo, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Este amor hasta el extremo de dar la vida por los suyos, lo simboliza y anticipa el evangelista, en la escena del lavatorio de los pies a los discípulos.
Jesús se humilla y se pone a los pies de los suyos para lavarles los pues y secárselos con una toalla. Era este el servicio que el esclavo prestaba a su señor; ahora, en cambio, es el Señor el que se doblega ante los suyos. Se entiende la protesta de Pedro: “Señor, ¿lavarme los pies a mí?” La respuesta de Jesús es premonitoria: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro no ha recibido todavía el Espíritu de Cristo, por ello ni entiende ni puede seguir a Jesús en su anonadamiento y en su entrega hasta la muerte. No es capaz de manifestar el amor hasta el extremo. Más adelante, cuando, después de haber conocido su pecado y su extrema debilidad, cuando deje de confiar en sus fuerzas y se apoye en Cristo, podrá comprenderlo y podrá seguir a su Maestro hasta la misma cruz y, entonces, amará, como Cristo, hasta el extremo.
El gesto de Cristo no se queda en un mero símbolo, sino que es una llamada de atención a sus discípulos; los de entonces y los de ahora. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?…, si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. El cristiano es otro Cristo, y ha sido elegido para seguir en todo a Cristo. Él ha venido al mundo para hacer la voluntad del Padre y manifestar la naturaleza divina: Dios es amor, y amor hasta el extremo. Esta misión de Cristo ha sido heredada por sus discípulos. En medio de un mundo sumido en la oscuridad y en el que priva la utilidad y el interés egoísta particular, en un mundo que no conoce el amor y que siembra la muerte a su alrededor, es preciso, según el mandato de Cristo, hacer patente este amor hasta el extremo. Sólo así, la luz volverá a brillar en la oscuridad y el hombre conocerá la fuente de la vida, que no es otra que la entrega de la propia vida por el otro. La vida surge de la muerte, de la oblación por amor, porque es dando la vida como se genera nueva vida, pues “si el grano de trigo no muere, queda infecundo, pero si muere produce mucho fruto”.