En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
Le preguntaron: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?»
Les contestó él: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido, y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito» (San Marcos 9, 2-13).
COMENTARIO
Cuántas veces me he preguntado, leyendo este pasaje del Evangelio, por qué Jesús decidiría llevarse con él a Pedro, Santiago y Juan para que presenciaran su transfiguración.
¿Por qué decidió que fueran ellos los que vivieran en primera persona, durante unos segundos, un retazo de vida eterna en presencia de Dios?
“Dichosos los que creen sin haber visto,” (Jn 20,39) dijo Jesús a Tomás, pero nuestro Señor sabe muy bien de nuestra incredulidad, de nuestras dudas, de nuestra incapacidad para comprender su divinidad y las verdades profundas de nuestra fe.
Es como si se nos hubiera dado un espíritu que brota del espíritu del mismo Dios, pero nuestra constitución como “hombres y mujeres” no está preparada para acoger tanta grandeza: por eso fallamos.
En aquel día, nuestro Dios quiso dejar patente ante los hombres que Jesús era su hijo amado. Ante la incredulidad de algo tan grande, quiso hablar y decir a aquellos discípulos que Jesús era su misma Palabra, para que corrieran por el mundo y gritaran su verdad, la única verdad.
La prueba de que aquello les desbordó es el estado en el que quedaron Pedro, Juan y Santiago como dice San Marcos:” Estaban asustados, y no sabía lo que decía”.
Lo que fue sin duda cierto es que aquellos tres discípulos escucharon la Voz de Dios, que de nuevo como el día del bautismo de Jesús aparece para decir a los hombres que sólo hay un camino, Jesús, que solo hay un Dios en la tierra, Jesús, que solo hay una esperanza para llegar a Dios, Jesús. Pero en este caso, la voz de Dios resuena para recordar el “Shemá”: escucha Israel. En este caso: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
No hay más que buscar para encontrar la vida eterna como la que aquellos 3 discípulos tuvieron la fortuna de “tocar” durante unos segundos, y ese camino es la escucha.
Dicho directamente por Dios, la escucha a Jesús es el camino al Cielo y el Evangelio es la Palabra, el cuerpo de Jesús que tenemos cada día a nuestra disposición para convertirse en nuestra luz, nuestra guía.
Abramos el Evangelio y leamos cada día un fragmento para poder ver el rostro de Dios y caminar con nuestra vida transformada , “transfigurada” hacia la Eternidad.