«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Nadie puede venir a mi, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos discípulos de Dios’. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”». (Jn 6,44-51)
Todo es gracia, nada es mérito nuestro: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. Gran misterio es este. El Padre es el que lleva la iniciativa. Jesús habla a todas las gentes, sale a las plazas a predicar su Palabra. “No solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios”, dijo el Señor al Enemigo. El Padre no nos abandona ante el Maligno, y nos ha enviado a su Hijo Único, Jesucristo, a nuestra vida. Se ha abajado a nuestra historia, a nuestra miseria, para darnos de comer, para darnos su carne, hacernos uno con Él y darnos gratis la vida verdadera. Gran misterio es este —incomprensible para nuestra razón y, sobre todo, para nuestro orgullo— pero que toca un corazón herido y humillado. El pan de su Palabra, el pan de la Eucaristía, el pan de la comunión entre los hermanos. Solo ese pan, que es su carne, da la vida al mundo.
También nosotros somos enviados a las plazas a predicar su Palabra, somos enviados por la Iglesia, por el mismo Papa Francisco. Porque nosotros antes hemos escuchado su Palabra: “Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”. Y si la hemos escuchado y guardado en nuestro corazón, aún sin entenderla muchas veces, caminamos con Él. Y somos enviados para ser testigos de Él, el único pan de la vida, el pan que ansían tantos hombres y mujeres de hoy que sufren profundamente, que están hambrientos, consciente o inconscientemente, de este pan. Basta con que pongamos nuestro cuerpo a su disposición, como María, porque Él es la Palabra.
Javier Alba