En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: – «Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros.» Y los judíos comentaban: – «¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: «Donde yo voy no podéis venir vosotros»?» Y él continuaba: – «Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis por vuestros pecados: pues, si no creéis que yo SOY, moriréis por vuestros pecados.» Ellos le decían: -«¿Quién eres tú?» Jesús les contestó: – «Ante todo, eso mismo que os estoy diciendo. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me envió es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él.» Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre. Y entonces dijo Jesús: «Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que yo soy, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada.» Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él (San Juan 8, 21-30).
COMENTARIO
Desde sus orígenes, el hombre ha sentido la necesidad de buscar a Dios. El ser humano reclama una serie de explicaciones acerca de su vida. Ansía encontrar a un dios que solucione el gran problema que tiene con la muerte y sacie la sed de trascendencia y eternidad que anida en su corazón. La caducidad es origen de muchos sufrimientos. El hombre experimenta grandes limitaciones y necesita la ayuda de ese dios al que se afana por encontrar.
El Señor, como respuesta pero siempre tomando la iniciativa, con la Sabiduría y misericordia inherentes a su naturaleza divina, se ha ido revelando al hombre a lo largo de la historia de diferentes maneras, siempre, en todo momento, con el anhelo de hacerle partícipe de la vida eterna. Ha sido paciente y ha perdonado todas las infidelidades y traiciones con que el hombre ha respondido tantas veces a su amor. Ha bastado un leve arrepentimiento para recibir el abrazo divino. Como una valiosa muestra de amor nos ha concedido la libertad, “arriesgándose” a que la usemos para negarle y despreciarle. Conocedor de nuestra débil naturaleza, que el mismo Jesucristo compartió, se afana sin descanso por conseguir nuestra salvación, levantarnos de nuestras caídas y liberarnos del pecado.
En el Evangelio de hoy los fariseos miran pero no ven a Dios, porque andan errados con criterios mundanos y superficiales. Lo tienen delante pero no le reconocen. No lo encuentran porque, en el fondo, se están buscando a sí mismos. Se han instalado en el pecado de la soberbia y la autosuficiencia. Piensan que con el cumplimiento formal de una serie de normas pueden controlar a Dios, ganarse su favor y mirar por encima del hombro a todos los que no están a su altura.
Había judíos que se imaginaban a Dios como si fuera un general, que al frente de su ejército, los iba a liberar del dominio y opresión de los romanos. Los hay que se conforman con una Tierra mejorada, con las dosis adecuadas de justicia, paz y prosperidad. Viven la vida en un plano horizontal, sin elevar la mirada al cielo. Se orientan según los criterios del mundo, son de “abajo”. Se instalan en el pecado por no ver a los demás con los ojos de Dios.
Los fariseos tenían la prueba definitiva de que Dios estaba con ellos en Jesús, pero no sólo pasaron de largo, sino que lo crucificaron. Lo buscaban en sus normas y cumplimientos.
En el Evangelio de hoy se nos revela también que la clave para poder disfrutar del amor de Dios y vislumbrar la vida eterna esta en abandonarse a la voluntad divina, con confianza y esperanza. Jesucristo, con su vida, pasión, muerte y resurrección nos prepara y muestra el camino, que desemboca en una victoria definitiva y eterna para todo aquel que lo sigue.
Pero el mundo de hoy, egoísta y hedonista hasta el extremo, es incapaz de encontrar a un Dios, al que ni siquiera se le busca. La Crucifixión de Jesús es un escándalo para la justicia del mundo. Es objeto de incomprensión o de burla. Representa para muchos una debilidad que desprecian, porque desconocen donde se halla la verdadera y única fortaleza. Son incapaces de ver, esperar y vivir en la resurrección.
Este mundo es incapaz de esperar porque no tiene Esperanza. Se vive una existencia chata y mezquina, no pueden, por su ceguera, engancharse a la dimensión sobrenatural que el Señor, gratuitamente, ofrece. Las personas viven encerradas en la carne, como si de una cárcel se tratara. Procuran rodearse, en esta prisión, de toda una serie de lujos y “bienes” que duran lo que un suspiro y que desembocan en el hastío y la frustración. Siempre en la búsqueda inútil de nuevas experiencias con las que poder llenar el vacío de Dios.
La Palabra de hoy nos lleva a meditar en el misterio de la cruz salvadora. Ciertamente, el donarnos a los demás, el ponerse al servicio del otro es algo a lo que se resiste nuestra naturaleza, nos parece perder la vida, cuando justamente es lo contrario. Si cruzamos al otro lado, al del que a nuestro lado, podremos experimentar al instante esa paz y alegría que sólo Dios puede dar. Este es el misterio al que tantas veces nos resistimos, el que nos permite gustar ya de las primicias de la vida eterna.
La salvación pasa, en todo momento, por vivir en la voluntad de Dios. Jesús es la máxima expresión de esta verdad. Jesucristo abrió el camino, siguiendo sus pasos vamos al Padre. Él nos tiende su mano para superar obstáculos y caídas. En el Evangelio según San Mateo lo dice con claridad: “El que quiera venir conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Esta Cuaresma que estamos viviendo es un tiempo especial y propicio para reemprender este camino y abrirnos a la conversión que tanto necesita nuestra alma. Que así sea.