«En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Ellos contestaron: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”». (Mt 16,13-19)
Hoy, la Palabra de Dios nos interpela a cada uno de nosotros, a todo aquel que tiene el oído y el corazón abierto, con dos preguntas encaminadas a clarificar y reorientar nuestra vida. El Señor nos llama a hacer un alto en el camino para reflexionar y enderezar el rumbo, que seguramente se esté desviando de su voluntad —la cual fue manifestada por el mismo Dios hecho hombre, inaugurando así el tiempo de salvación e iluminando los rincones más oscuros de la vida humana. Pero no todos le reconocieron como al Hijo de Dios, ni se dejaron iluminar y salvar.
Pregunta ahora —nos dice Jesús hoy— a las personas que pasan a tu lado: ¿Quién soy yo? Algunos nos dirán que un líder con un pensamiento muy profundo que murió por sus ideas. Otros contestarán que un revolucionario que se enfrentó al poder y que por eso fue crucificado. También habrá quien piense que fue un “iluminado”, un fanático o un loco. Sus mismos contemporáneos lo calificaban de hereje y blasfemo. Incluso San Juan Bautista, después de haberle proclamado como el mismo Dios, cuando estaba en la cárcel tuvo dudas y mandó preguntar a Jesús si era Él el Mesías esperado.
Pero, por encima de toda duda, para los que se han dejado tocar por su Palabra y por su Espíritu, Jesús es el mismo Hijo de Dios, que por puro amor y misericordia ha adoptado una condición semejante al hombre en todo menos en el pecado. Y esto no se sabe gracias a nuestra razón o inteligencia, sino porque el Señor ha dispuesto agraciarnos con el don de la fe. Y de esta manera hemos podido experimentar que ese Jesús histórico actúa en nuestra vida con el poder y el amor que solo Dios posee.
Hay una gran parte de la humanidad que pasa actualmente su vida sin cuestionarse para nada acerca de Jesús, porque, además, están seguros de no necesitarle. El hombre se ha configurado como Dios de sí mismo y pasa las horas intentando olvidar su cita ineludible con la muerte, transitando por caminos que destruyen el alma y ahuyentan al Espíritu Santo. No hay lugar para preguntarse quién es Jesús.
Pero si respondemos hoy que Jesucristo es el Hijo de Dios vivo no podemos quedarnos ahí, porque esta respuesta debe forzosamente verse reflejada en nuestra vida. En nuestra existencia debe señalarse claramente un antes y un después a esta respuesta y al descubrimiento de esta verdad. Si Jesucristo es Dios y ha muerto y resucitado para darnos vida eterna, la manera de enfrentarnos a nuestros problemas y nuestra forma de vivir debe ser radicalmente diferente a los que ignoren esta noticia. Dios no nos ha elegido solamente para ser depositarios de esta verdad sino para reflejarla allí donde nos encontremos, para que los demás tengan también la oportunidad de acogerse al amor del Padre.
El sí de Pedro a Jesucristo dio origen a la formación de la Iglesia, y la certeza acerca de este sí la hace sólida, aunque esté envuelta en la fragilidad del hombre. Por eso se mantiene a través de los siglos, dentro de una estabilidad sufriente, inquieta, capaz de superar crisis, baches, peligros y persecuciones, levantándose de sus caídas y pecados.
Es voluntad divina que la Iglesia continúe la misión de Jesucristo hasta su segunda venida y para ello ha derramado sobre ella el Espíritu Santo. Todos somos Iglesia, cada uno con su carisma y en su ministerio; nadie superior ni más importante que nadie y todos a los pies de Jesús. Dios ha depositado en ella el poder y la gracia de perdonar, atar y desatar en su nombre, de iluminar, convertir y orientar a la humanidad por los caminos del Señor. Pero sobre todo y por encima de todo es depositaria del poder amar en la dimensión de la cruz, única forma de atraer a los alejados y a los que han sido seducidos y engañados por el demonio, el cual se afana todos los días para llevarnos a su esclavitud, a la otra vida eterna que existe en el infierno.
Es para estar muy contentos y entusiasmados. El que Dios nos haya llamado para formar parte de su Iglesia es lo mejor que puede pasarnos. Desaparece de nuestra vida la fecha de caducidad y se abre un panorama que desborda cualquier expectativa que elabore nuestra razón.
Cómo no advertir al prójimo de lo que está en juego. Es urgente mostrar al mundo la vía de salvación que Jesús ha creado con su propia sangre. Y esto se transmite, fundamentalmente, a través del amor. Es necesario cargar con el pecado de los demás, doliéndonos más por el daño que se hacen a sí mismos que por el que se produce sobre nosotros, y siempre dispuestos a perdonar.
Hoy Jesús nos dice: Podéis estar contentos y ser felices, compartid esta dicha con los demás.
Hermenegildo Sevilla