Entró de nuevo en la Sinagoga y había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si lo curaba en sábado para poder acusarlo. Dice al hombre que tenía la mano paralizada: “Levántate y ponte ahí en medio”. Y les pregunta: “¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal; salvar una vida en vez de destruirla?”
Pero ellos callaban. Entonces, mirándolos con ira, apenado por la dureza de su cabeza, dice al hombre: “Extiende la mano”. Él la extendió y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarle (San Marcos 3, 1-6).
COMENTARIO
Y luego dirán que el hombre se guía por la razón y que la fe es sólo una superstición. Como siempre vemos a Jesús en una onda que sólo él domina. Sabe lo que esconden las mentes de los que le rodean, que le están espiando para poder acusarlo. Jesús habita en un universo mental completamente distinto. Y da un paso al frente. Jesús quiere salvar al hombre de la mano paralizada, porque el Espíritu le impulsaba a curar. No le importa el mal que los fariseos meditan hacerle. También desea salvarlos a ellos. Por eso les ofrece otra oportunidad.
Les plantea una pregunta, evidente en sí misma. No hay disyuntiva entre salvar a un hombre o perderle, entre hacer el bien en sábado o bien el mal. Jesús no utiliza trampas como sus adversarios. Eso sí, siente ira viendo que sus cabezas se endurecen en lugar de ablandarse.
Ellos callaban. Silencio agresivo, no es silencio de ignorancia, no es silencio de mudez, es silencio malévolo que no sólo cierra sus bocas, cierra sus corazones, endurece sus cabezas; expresión bíblica, “duros de cerviz” que empleará después Esteban el primer mártir.
Y esa dureza de cerviz que se blinda para no ser salvados, para no abrir rendijas a la misericordia, llena de ira a Jesús. Jesús siente lo que el Padre celeste ante la testarudez del pecador que se resiste al perdón.
Con ira o sin ella, Jesús intenta saltar la barrera y llegar a sus corazones. Cura al hombre de la mano paralizada. Hace el bien ante sus ojos. Les ofrece un puente hacia la salvación. Lo lógico, lo razonable era que todos se pusieran a aplaudir, a felicitar al curado, a brindar con él, a organizar una danza como hacía David junto con los levitas ante las maravillas de Dios. Eso les hubiera salvado, hubiera roto el hielo de amargura que oprimía sus corazones y les impedía entrar en el gozo del curado y de toda la Sinagoga ante la salvación que irrumpe de modo sorprendente, inesperado, gratuito e inmerecido y a quien lo admite en su corazón lo plenifica.
No fue así. El odio pudo más esta vez. Se fueron a conspirar con los herodianos para ver el modo de eliminar a Jesús.