El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. “¿Habéis entendido esto?” Ellos le respondieron: “Sí”. Él les dijo: “Ya veis, un escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo”. Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí. (Mt 13, 47-53)
Este relato evangélico se engloba dentro de lo que en Mateo se conoce como “Discurso parabólico”, que es un conjunto de Evangelios donde el Señor Jesús, en la forma literaria de “parábolas”, desgrana con paciencia ante sus discípulos y seguidores una referencia al Reino de los Cielos. Y así lo compara con “una perla preciosa o un tesoro de un campo”, otras veces será “la parábola del sembrador de cizaña”, “la levadura y el grano de mostaza”, y, en este caso, la parábola de “la red”, cuya meditación ocupa este relato.
Hay una cierta similitud en él con el texto de “la cizaña”, entre otras cosas por la falta de inmediatez o de respuesta ante la actitud del hombre. Nosotros tenemos prisa en conseguir lo que pedimos o deseamos, el Señor nos espera con paciencia. No en vano nos recordará Pedro en su Carta que “la paciencia de Dios es garantía de nuestra salvación”. (2 P 3,15). Nos refiere la frase de “sentados”, es decir, sin prisa, con calma, en actitud de espera.
Constantemente el Señor nos llama, nos “echa la red” a nosotros, que, como peces, navegamos entre las tinieblas del mar. El mar representa en la Escritura el lugar donde habita el Leviatán, el Maligno, Satanás. (Sal 104, 25-26). Y el hombre, en este caminar entre tinieblas, es recogido en la red de la vida; y en esta vida van apareciendo multitud de circunstancias que nos envuelven…unas veces escucharemos la Voz de Dios, otras serán otras voces que no vienen de Él.
No sabemos cuándo está llena la red para ser recogida. Por eso dirá el Señor que no “sabemos el día ni la hora”; nos invita a estar siempre preparados. (Lc 12, 39-40). Pero ese momento ha de llegar. Y, tomando conciencia de ese momento de nuestra partida al Padre, en vez de acudir con temor, si estamos preparados, iremos con esperanza y fe en su divina Misericordia, sabiendo que es Justo y Misericordioso, que no abandona a sus hijos a los que ama, y de los que conoce sus miserias…De ahí su Misericordia, que nos recuerda la palabra “cordis” que significa “corazón”. En su Corazón, reconoce nuestras miserias, pues Él nos hizo y somos suyos, ovejas de su rebaño. (Sal 100,3)
El relato evangélico tiene tintes apocalípticos, que nos pueden infundir terror. En el lenguaje oriental de la época esta forma de expresión era bastante común, y Jesús emplea esas imágenes que no hay que tomar al pie de la letra, sino en el contexto de su auténtico Amor. Nunca la Escritura es para infundir temor.
Y nos habla después de un escriba; hemos de entender que por allí, escuchando, también había escribas y doctores de la Ley con ánimo de conocer este Nuevo Reino de los Cielos que traía Jesucristo. Y lo compara a un padre de familia que va sacando de un mismo lugar lo viejo y lo nuevo. Lo viejo es la Ley de Moisés, necesaria según el momento histórico, insuficiente para la plenitud que trae Jesús. Esto está en la misma línea del “vino nuevo, y los odres viejos”. (Mt 9, 14-17)
Él es el Vino nuevo de la verdadera Vida, Él va sacando de nuestra alma, representada por ese arca, lo malvado de ella, representada por lo viejo, para hacer de nosotros una nueva creación, creando un corazón puro en el sentido del Salmo 50 de David, no sólo en lo que se refiere al sexto mandamiento, que también, sino en el sentido de un corazón idólatra, que va detrás de otros dioses.