«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’ Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Y cuando venga, dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado, de una justicia, de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el Príncipe de este mundo está condenado”». (Jn 16, 5-11)
Jesús dialoga con sus discípulos en la sobremesa de la última cena. Él sabe que ha llegado el momento supremo de su pasión y de su muerte, y que no tendrá más ocasiones para hablarles como lo hace ahora. Pero ellos no lo saben. Han escuchado muchas veces de sus labios que el Hijo del hombre será entregado en manos de sus enemigos, que ha de ser escarnecido y azotado, que le quitarán la vida y al tercer día resucitará. Pero no quieren pensar en ello, no lo comprenden, o quizá no lo admiten, y en todo caso, no son capaces de imaginarse una cosa así. Viven el ahora.
Jesús está con ellos, les ha llamado amigos, hay ternura y emoción en sus palabras, acaba de pronunciar unas misteriosas invocaciones eucarísticas sobre el pan y el vino de la mesa, y se los ha ofrecido, transustanciados, como su cuerpo y su sangre, tal como lo había anunciado en la sinagoga de Cafarnaún, donde muchos le abandonaron escandalizados por su propuesta. Están arrobados, confusos, intrigados, prendidos de unas palabras que no entienden, embargados por la solemnidad de un momento que presienten irrepetible, llenos de plenitud y sedientos de verdad.
Pero un hálito de tristeza los invade a todos. Jesús se va. El Maestro dice que los deja. “Ahora me voy al que me envió”, les repite insistente, y nadie se atreve a preguntarle adónde va. Momentos antes, Pedro, Tomás y Felipe habían tomado la palabra. Pedro se lo había preguntado: Señor, ¿adónde vas?, le había dicho, y entusiasmado se ofreció a dar la vida por Él. Y Tomás, que no entendía las palabras de Jesús referidas al Padre, había razonado: ¿Cómo, pues, podemos saber el camino? Y Felipe, que le pidió: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. En todos los casos, Jesús los había reprendido por su ceguera. Ahora todos callan. Solo quieren escuchar lo que Jesús tenga que decirles.
Pero Jesús les refiere los signos misteriosos de su partida, les anuncia la llegada de un Abogado, de un Defensor, que los llenará de sabiduría para comprenderlo todo. Pecado, Justicia y Condena son las pruebas que ofrecerá al mundo el Enviado de los cielos, el que ha de llegar cuando Él se vaya, el que abrirá sus ojos a las verdades del espíritu. Pero de todo lo que escuchan, de todas las palabras de Jesús, ellos solo comprenden que Jesús va a partir de su lado. Ellos lo han dejado todo por Él, casa, bienes, oficios, familia y amigos, todo estorbaba para seguirlo, Jesús los quería para su magisterio, absorbidos en cuerpo y alma para ser mensajeros del Reino de los Cielos, y ellos no dudaron, no volvieron la vista atrás, y dejaron la barca, el arado y los afectos, les esperaba una vida nueva, un proyecto increíble. Pero su vida y su proyecto era Jesús, nada sin Jesús, y Jesús se iba al Padre. Los dejaba solos. ¿Quién será ese Defensor que les anuncia?
¡Jesús, no te vayas! ¡Jesús, no nos abandones! Nadie puede sustituirte en nuestro corazón. Jesús, perdónanos, no te comprendemos pero no queremos perderte. ¡Ven, Señor Jesús, no te alejes de nosotros! Así claman sus corazones.
¡Que oración tan bella la de los apóstoles aquella noche en el Cenáculo de Jerusalén! ¡Que invocación tan sublime! Ellos carecían de ciencia para entender el misterio de Jesús, pero les quedaba el recurso del amor. No eran ignorantes en el amor. En eso siempre acertaron. Somos nosotros los ignorantes, los que ahora presumimos de saberlo todo después de veinte siglos de magisterio de la Iglesia. Ellos eran hombres sencillos y rudos, no tenían letras, no comprendían a Jesús, pero no querían separarse de Él. Ese es el valor esencial de su testimonio, el mensaje maravilloso que nos traslada su tozudez y su falta de discernimiento. Estaban tristes porque no querían separarse de Jesús.
¿Y nosotros?
Horacio Vázquez