En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes (San Lucas 8, 1-3).
COMENTARIO
Hay varias cosas que llaman la atención en este pasaje del evangelio: Jesús iba de pueblo en pueblo. ¡Y nos parece tan normal! Pero no lo es. Es la vida de un itinerante. Dice Jesús de sí mismo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).
Lo primero que se nos aproxima es que no es una vida cómoda, ni sedentaria. Asume riegos, debe enfrentar la contingencia diaria, renunciar a la seguridad, estar abierto a lo impredecible. Jesús va buscando al hombre donde el hombre vive: no espera acomodaticio a que vengan donde está Él.
¿Qué hace? Va proclamando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios, dice el texto.
Jesús entrega un mensaje: una Buena Noticia. ¿Cuál es esa Buena Noticia? Que lo que no estaba y se esperaba, ha llegado; que tu vida y la mía es importante para Dios, que no estamos solos. Él se acerca a nosotros y su cercanía hace que experimentemos algo nuevo, que Dios está aquí, próximo, inmediato, que lo podemos ver, oír y tocar. Eso sí que es algo inaudito, porque a Dios, ¿quién lo ha visto alguna vez?
Y se hace acompañar de una Comunidad: los Doce.
Consideremos la perspectiva de cada una de esas personas que acompañaban a Jesús.
En otro pasaje aparece cómo les instruye a esos que ya le han acompañado.
Mt 10, 1-5: «Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el mismo que le entregó.
A estos doce envió Jesús».
En estas palabras hay una llamada, una vocación, una respuesta y un envío, una misión.
¿Por qué seguían a Jesús estos hombres? Porque antes han experimentado ellos mismos que están ante un gran profeta. Y sobre todo porque han podido experimentar en sus carnes lo que después les impele a transmitir.
Esto mismo les pasa a las mujeres que le acompañaban. En este caso es más explícito el evangelista: habían sido curadas de malos espíritus y de enfermedades.
Consideremos nuestra existencia: ¿qué significa para nosotros seguir a Jesús? ¿Una religión? ¿Una tradición? ¿Una herencia? ¿Unos ritos?
Para estos hombres y mujeres, a los que Jesús ha encontrado, su respuesta es radical: dejándolo todo lo siguieron. Han encontrado el tesoro escondido.
Y transmiten a otros lo que ellos y ellas han recibido: la curación del alma y del espíritu.
Esta realidad tan potente hoy se replica en tantos hombres, mujeres y matrimonios con sus hijos, que, dejándolo todo, siguen a Jesús buscando a la oveja perdida allí donde vive, porque la oveja perdida ella sola no va a encontrar al Pastor.
Es el Pastor el que da la vida por sus ovejas.