«A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor. Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. Y María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?”. El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible”. María contestó: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y la dejó el ángel». (Lc 1,26-38)
El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, de Dios mismo, es, desde muchos puntos de vista, el más insondable o velado de entre los grandes misterios de la Fe. Seriamente contemplado hace saltar hecha añicos la razón humana, entendida como la capacidad de aprehender algo real y retenerlo como cierto. Me acerco consiguientemente con mucho respeto, descalzado y de puntillas, a un hecho majestuoso y desconcertante; pero a un hecho, un suceso irreversible, que mi falta de Fe ni anula ni le resta consistencia o esplendor.
Siempre me ha llamado la atención que el ciego de Jericó ( Lc 18,37) o los otros dos ciegos a quienes se refiere San Mateo (Mt 9,27, y en 20,30) interpelaran al Maestro, su anhelado sanador, como ¡Hijo de David!: ¿Por qué -para enternecerlo y moverlo a compasión- le recuerdan esta su condición de hijo de David? Él se presenta como «el hijo del hombre» y con otros nombres o apelativos, pero no se llama a sí mismo «Hijo de David». Esto me ha intrigado mucho.
Obviamente, leyendo las Escrituras, David es un personaje central, irreductible, riquísimo, lleno de hechos y palabras asombrosas. Siendo un refinado pecador, encontró un veredicto inmejorable: David tenía un corazón conforme al del Señor. Así como Moisés hablaba con Dios como un hombre conversa con un amigo, David no solo trata al Adonai como un amigo sino que se le dirige hasta con un punto -si me es lícito decirlo- de descaro. Me refiero al momento en que dice: «pues si esto y eso es así, entonces yo te digo esto y lo otro»; no es que hable con el Señor, es que charla con Él «sentado» (2S 7,18). Es en el culmen de esa confianza coloquial cuando David reconoce que «…hablas también a la casa de tu siervo para el futuro lejano» (2S 7 19) y arranca del Eterno que bendiga su casa y su descendencia: «Dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca para siempre en tu presencia, pues tú, mi Señor Yahveh, has hablado y con tu bendición la casa de tu siervo será eternamente bendita» (2S 7,29). En realidad utiliza las mismas palabras que dirá María «… haz según tu palabra«(2S 7,25)
En la genealogía de Jesús, pormenorizada en el capítulo primero de San Mateo y en el tercero de San Lucas, no se deja duda: José, el esposo de María, era descendiente de David, y bien que lo sabía ella. La Anunciación que hoy nos propone la Iglesia, confirma a José como de la estirpe de David. Y el ángel Gabriel, «enviado por Dios» concatena cuatro nombres propios: Jesús, el Altísimo/el Señor, David, y Jacob. Confirma al nasciturus inequívocamente en su entronque davídico: «el Señor Dios le dará el trono de David su padre«.
La liturgia nos puso ayer ante la no poco prodigiosa generación de Juan el Bautista, cuya existencia terrenal es asombrosa desde su concepción hasta su decapitación. Tuvo muchos seguidores y su importancia lo prueba el que aún hoy en día -para sorpesa nuestra- tenga seguidores.
Tambien fue Gabriel el que habló a Zacarías y le dio la buena noticia de un hijo imposible, lleno además del Espíritu Santo y con el espíritu y el poder de Elías. Pero su misión es todavía previa, era preparar «para el Señor un pueblo bien dispuesto«.
La Anunciación ocurrió a los seis meses del enmudecimiento de Zacarías. «El Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios«, replica Gabriel . Esa es toda la explicación. Yahvéh «obra cosas misteriosas» (Jc 13 19). Ya era sobrecogedora la promesa de bendición eterna arrancada por David para su casa. Ahora comenzaba el verdadero reinado que no tendrá fin, aquel que había pedido David.
Cuando Isaías azuza la conciencia de los israelitas, anunciando el Emmanuel, que será concebido y dado a luz por una doncella, los impreca como «Casa de David» (Is 7,14). Ya no se trata de las promesas hechas a Abhaham, Isaac y Jacob. Ahora se concreta la promesa hecha a David, hijo «De tu siervo Jesé, de Belen» (1S 17,58).
Pero David -» Nunca se apartará la espada de tu casa… Haré que de tu propia casa se alce el mal contra ti» (2S 12,10s)- es una «palabra» que hace callar a los sabios. «¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quien es hijo? Dícenle: De David. Replicó: Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu, le llama Señor… Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo? Nadie era capaz de contestarle nada; y desde ese día ya ninguno se atrevió a preguntarle más» (Mt 22,41-46).
Francisco Jiménez Ambel