Un sábado, entró Jesús en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha paralizada. Los escribas y los fariseos estaban al acecho para ver si curaba en sábado, y encontrar de qué acusarlo. Pero él conocía sus pensamientos y dijo al hombre de la mano atrofiada: «Levántate y ponte ahí en medio».
Y, levantándose, se quedó en pie.
Jesús les dijo: «Os voy a hacer una pregunta: ¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer el bien o el mal, salvar una vida o destruirla?». Y, echando en torno una mirada a todos, le dijo: «Extiende tu mano». Él lo hizo y su mano quedó restablecida. Pero ellos, ciegos por la cólera, discutían qué había que hacer con Jesús. (Lucas 6,6-11)
La lectura del Evangelio de hoy sigue la tónica de Lucas de recalcar, no solo la misericordia de Dios, sino la soberanía de Jesús como Señor del sábado. En efecto, en los versículos con los que comienzan el capítulo 6 de san Lucas, frente al acecho de los fariseos que buscan una ocasión para acusar a Jesús y a sus discípulos de incumplimiento de la Ley, Jesús se autoproclama Señor del Sábado: “El Hijo del Hombre es Señor del Sábado” (v.5). Eso quiere decir que se está proclamando Dios, pues solo puede ser Señor del Sábado Aquel que instituyó el mismo Sábado, como día consagrado al culto de Dios una vez acabada la obra de la Creación.
En los versículos que siguen (vv.6-11), que son los de la lectura del día de hoy, Jesús vuelve a actuar como Señor de la Creación. Un sábado, los fariseos le colocan delante un hombre con una mano atrofiada (o paralizada) con la intención de ponerlo a prueba y ver si quebrantaba el sábado haciendo el trabajo de curarle. Pero Jesús, conociendo su interior y sus malos pensamientos no se limita a confrontarlos con la falta de misericordia que están expresando, sino que coloca el hombre lisiado en el centro.
En el Nuevo Testamento encontramos cómo en el tiempo de Jesucristo, muchas enfermedades eran achacadas a pecados (suyos o de sus antepasados), otras eran debidas a espíritus malignos (como el joven que tenía convulsiones), y había otras enfermedades que por su contagio eran declaradas impuras (como la lepra). Un hombre con la mano atrofiada era un hombre descalificado para poder ser sacerdote, por ejemplo, no podía ofrecer el culto a Dios (Lv 21). Los defectos físicos u enfermedades eran considerados pues impurezas y un hombre con una mano lisiada ciertamente no podía leer la Palabra de Dios en la Sinagoga o en el Templo, puesto que además necesitaba las dos manos para desenrollar el Libro (que tenía la forma de rollo).
El hombre del texto que vemos era pues un hombre declarado “no apto” , como si los fariseos estuvieran juzgando la creación de Dios.
Jesús, en cambio, coloca este hombre donde todos lo puedan ver y pregunta si el lícito hacer el mal o el bien aunque sea en sábado. Ante el silencio de los presentes, Jesús vuelve a actuar como el Señor de la Creación y vuelve a recrear la mano enferma de este hombre. Y lo hace solo con el poder de su Voz, tal como ocurrió en la Creación, cuando se nos dice que Yahvé creó solo por el imperativo de su Palabra (Gn1).
Jesús no rehúye a los enfermos, que, por otra parte, se le abalanzaban por los caminos y las calles, sino que toca al intocable, cura por la autoridad de su palabra, restaura al que estaba condenado al alejamiento de todo contacto humano. Viene a cumplir la profecía de Isaías (Is 61,1s), a inaugurar el tiempo de la misericordia, a invitar a los que no son nada ante los ojos del mundo a poseer el Reino de los cielos, tal como lo va a explicitar en las Bienaventuranzas (Lc 6,20).