“Entonces algunos escribas y fariseos le dijeron: “Maestro, queremos ver un milagro tuyo”. Él les contestó: “Esta generación perversa y adúltera exige un signo; pues no se les dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo; pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra. Los hombres de Nínive se alzarán en el Juicio contra esta generación y harán que la condenen, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás. Cuando juzguen a esta generación, la Reina del sur se levantará y hará que la condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón”.(Mateo 12, 38-42)
El discurso de Mateo en estos parágrafos 11 y 12 de su Evangelio está lleno del fuego en que arde el celo de Jesús por la predicación del Reino de los cielos, que los galileos que escuchaban su palabra eran incapaces de comprender.
Acababa de responder a los mensajeros enviados por Juan que le preguntaron si era él “el que había de venir” o debían esperar a otro, y él los había despachado exponiéndoles la manifestación de su poder divino: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, les dijo Jesús, y luego, ponderó a Juan, su maestro, con palabras muy bellas señalándolo como el Elías que debía anunciarlo.
Después, se queja amargamente de la ceguera de los hombres que son incapaces de comprender su mensaje, recrimina a las ciudades donde prodigó sus milagros con tan escasos frutos de conversión, y da gracias al Padre porque oculta “esas cosas” a los sabios y entendidos, y se las manifiesta a los pequeños y sencillos. Quizá por eso, al final de su discurso, enternecido, y asumiendo la realidad del hombre que viene a salvar, tiene esas palabras consoladoras que siempre deben aflorar en los labios de aquellos que quiera excitar su misericordia: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré… Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
Por eso, cuando los escribas malintencionados que lo seguían para perderle le piden un signo de aquel poder tan ampliamente había manifestado, Jesús se enfada, y escuchamos de su boca las palabras más duros de su predicación. “Generación perversa y adúltera”, les espeta, percatándose de su doblez, y reformula ante ellos dos de los signos bíblicos que anunciaron su venida, el del profeta Jonás, al que tragó la ballena y que luego profetizara la desolación de Nínive, y el del rey Salomón, que maravilló al mundo antiguo con su sabiduría, reiterando en ambos casos su superioridad sobre ellos, pues les dice, “aquí hay un uno” que es más que Jonás y más que Salomón.
Y es que Jesús nos está demandando a todos ese reconocimiento de su divinidad, que es la razón más profunda de su venida al mundo para redimir al hombre y abrir de par en par las puertas del cielo, por eso, su respuesta a los discípulos de Juan, y luego (Mateo 16, 13-16), sus preguntas a los discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”, y vosotros, “¿quién decís que soy yo?, y el empeño de manifestarse como Dios ante los hombres, que es la primera y fundamental causa para nuestra justificación, que será, en definitiva, el pretexto que encontró el Sanedrín para su condena a muerte cuando le preguntaron: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?”, y Él, les contestó: “Vosotros lo decís, yo lo soy”.
Ahora y siempre, resulta imprescindible que sigamos afirmando ante el mundo la divinidad de Jesucristo sin atajos ni vanos circunloquios, con firmeza y con sencillez, pues Jesús, nos seguirá formulando a los cristianos la pregunta definitiva: “¿También vosotros queréis marcharos?” Y nosotros, debemos contestar como Pedro: “¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6, 67-68)