“Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “Escuchad otra parábola: “Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Llegado el tiempo de los frutos, envió a sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados apalearon a unos, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo a otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo, diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: “Este es el heredero: venid lo matamos y nos quedamos con la herencia”. Y, agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a aquellos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a su tiempo”. Y Jesús les dice: ¿No habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a la gente que lo tenía por profeta” (San Mateo 21, 33-43. 45-46).
COMENTARIO
Es el Señor quien plantó esta viña hermosa del universo mundo, que a nosotros nos sobrecoge por su hermosura. Un universo infinito y misterioso, que no tiene dimensiones, ni arriba o abajo, ni izquierda o derecha, ni cerca o lejos, porque carece de límites, contornos o referencias conocidas. Y para nosotros, para sus criaturas preferidas, eligió de entre todos los planetas y cuerpos celestes que lo alumbran y señorean, uno muy pequeño, casi insignificante en medio de tanta inmensidad, pero sin duda, la parcela más bella del universo, el planeta Tierra, y allí, plantó su viña.
Y nosotros, los hombres y mujeres que lo poblamos desde la creación, aquellos a los que “…colocó en el jardín del Edén…para que lo guardaran y lo cultivaran…” (Génesis), somos los labradores arrendatarios de su viña, los mismos que debemos entregar los frutos que corresponden a su dueño y arrendador.
La recreación de esta parábola de Jesús nos traslada al maravilloso e inspirado Prólogo del Evangelio de san Juan, del Verbo encarnado “que estaba junto a Dios” (1,2) y que “en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1,4) y que brilló en la tiniebla, “…y la tiniebla no lo recibió” (1,5), “Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios…” (1,12).
Así, por el misterio de la Encarnación en el seno virginal de María, y después de todos los profetas que lo anunciaron en el Antiguo Testamento, Jesús, el hijo del dueño de la viña, ya vino al mundo en la primera Navidad de todos los siglos, y el mismo, como estaba anunciado, y por encargo del Padre Creador, como manifestación admirable del amor más grande, entregó su vida hasta la muerte, y una muerte de cruz, concitando en Él los méritos infinitos que nos alcanzaron la salida de las tinieblas en que vivíamos, a la luz maravillosa de los hijos de Dios.
Así, los frutos de aquel Amor, deben ser más y más amor entre los hombres. Lo dijo san Agustín, “ama y haz lo que quieras”.