«En aquel tiempo, dijo Jesús a Tomás: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mi, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mi ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras, Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo hare”». (Jn 14,6-14)
Judas acaba de salir del Cenáculo. Para él ha llegado la hora de las tinieblas, el momento de la traición a Jesús. Y Jesús, en la intimidad de los suyos, se desahoga con los discípulos; es la ocasión para las confidencias más entrañables, y les entrega el precepto del amor, un amor que Él llevará hasta la cima más alta en cumplimiento de la voluntad del Padre, y que ahora será el mandamiento nuevo:”Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado”. Les habla con inmensa ternura, se refiere a ellos como “hijitos míos…”, se gloría de su próxima muerte, y les pide que “no se turbe su corazón”. Los quiere para sí, los hace suyos en el momento de la despedida.
Ese es el contexto en que pronuncia su declaración programática para la vida del cristiano, la guía segura para la salvación del hombre: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí”. Es entonces cuando Felipe, embargado por la emoción del momento, parece que “mete la pata” con aquella ingenua pregunta a Jesús, “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. ¡Bendito sea su descuido!, para que Jesús nos reafirme en la fe, con otra pregunta que llevaba implícita la respuesta afirmativa, “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?”.
Así, Jesús se nos presenta como el camino hacia el Padre, el único y verdadero camino, la puerta del cielo, la senda segura para la salvación del hombre, tal como ya lo había anunciado en Juan 10,7-9: “Yo soy la puerta de las ovejas….Yo soy la puerta, el que por mí entrare se salvará…”. Puerta, camino, pero camino en la Verdad absoluta, la verdad que es la auténtica revelación del Padre, porque Él es el único que lo ha visto, y por eso nos lo dice: “Yo hablo de lo que he visto en el Padre, y vosotros también hacéis lo que habéis oído de vuestro padre” (Jn 8,38). Su mensaje es creíble, Jesús se está describiendo a sí mismo en los términos de la misión que realiza en nombre del Padre, y si el camino es cierto, si el mismo Jesús es ese camino y la verdad que salva, también será vida, vida eterna, la vida verdadera, la vida a la que solo puede llegarse a través de la verdad: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante…” (Jn 10,10).
Y desde esa cumbre tan alta a la que nos sube por el camino de su cuerpo, el mismo que será entregado al suplicio de la cruz para que se cumpla la Alianza de Dios con el hombre, ese camino de la verdad y de la vida que Él nos propone, Jesús se nos ofrece a todos como referencia, como modelo para las más grandes metas que podamos alcanzar: “Os lo aseguro: el que cree en mí, también hará las obras que yo hago, y aún mayores”. Y lo hace, con la promesa más cierta y generosa, la oferta que nos hace palidecer de asombro y esperanza: “Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”.
Horacio Vázquez