En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.» El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió.
Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea (San Marcos 1, 21-28).
COMENTARIO
Ha finalizado el tiempo de Navidad y acabamos de estrenar el nuevo año civil. Durante estas navidades a veces no estuvimos en nuestra parroquia y hemos celebrado la eucaristía en otras iglesias de la ciudad. Me parece importante esta experiencia porque en todos los casos lo esencial es que está Cristo y encuentro una comunidad de cristianos. Cuando se celebra la eucaristía con la comunidad habitual, de hermanos conocidos y amados, es estupendo. Pero quiero resaltar que aunque las personas con las que viva la eucaristía sean desconocidas para mí, son también hermanos en la fe. Y generalmente me siento como en mi propia casa, en mi parroquia.
Pero este evangelio me suscita algunas consideraciones. Describe la admiración de la gente ante la enseñanza de Jesús y el primer milagro expulsando un demonio. Jesús enseña con autoridad, pero no como los escribas. Se extrañan los judíos al ver cómo Jesús “manda a los espíritus inmundos y lo obedecen”. Me sorprende comprobar el distinto grado de vida comunitaria que se percibe en las iglesias; la participación de los fieles, la alegría que expresa el sacerdote que preside la celebración y que sin duda contagia a la comunidad, la expresión de que se está anunciando algo nuevo e importante para cada persona, por encima de rutinas y cumplimientos… En el fondo, a veces somos como los judíos que encontraba Jesús en la sinagoga: perfectos cumplidores de la ley pero no entusiasmados por el Amor de Dios y por su acción e iniciativas en nuestras vidas.
En la sinagoga los judíos perciben que Jesús enseña de forma diferente. Y esto tenemos que ser conscientes en nuestras asambleas. Celebramos el misterio de la fe, de la presencia de Cristo entre nosotros por medio del sacerdote, de la Palabra de Dios, del Pan y el Vino consagrados y convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se nos dona como el tesoro más inmenso que podamos poseer… Jesús enseña con autoridad no sólo por lo que dice sino por su modo de expresarse. Jesús habla desde su propia experiencia de Dios. Y nosotros en nuestras celebraciones hemos de vivir con gozo el sentimiento de sentirnos elegidos por Dios, de sentirnos amados de Dios, de poder compartir con los demás la certeza de la misericordia de Dios y de su acompañamiento y cercanía en nuestra vidas, de comprobar la caricia de Dios en nuestra historia.
Jesús enseñaba con Verdad. De sus palabras y su actitud fluía la certeza de que era el Hijo de Dios vivo. Por eso podía enfrentarse a un espíritu inmundo. Era un combate entre el Bien y el Mal. Por ello crecía su fama por Galilea. Y a ello estamos llamados nosotros, los cristianos que hoy acudimos a la Iglesia buscando alimentarnos y esperando quizá milagros personales en nuestra vida y en la de quienes nos rodean. Pero tenemos que contagiarnos plenamente del Amor que Dios nos regala en la Iglesia, en las eucaristías y otras celebraciones litúrgicas, para que podamos ser testigos de Cristo y que el mundo que nos circunda se sienta también interrogado por nuestra vida, sencilla y humilde, pero sorprenden cuando se alimenta del Amor de Dios y de su Sabiduría.