«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos, terminada la travesía, tocaron tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcados, algunos lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos». (Mc 6, 53-56).
En este lunes de la semana V del Tiempo Ordinario celebramos la memoria de Sta. Escolástica, virgen, hermana de S. Benito. La liturgia nos presenta hoy este fragmento de S. Marcos, breve pero elocuente. Es un fragmento meramente narrativo, sin ninguna palabra por parte de Jesús ni de nadie. Y de una manera muy sencilla nos narra el evangelista el afán de tanta gente por llegar hasta Jesús allá por donde se dejaba ver. Su fama había llegado a todas las aldeas y pueblos, y hasta el último caserío solitario. Eran conocidas por todos las múltiples curaciones que había hecho en todas partes. Endemoniados, epilépticos, poseídos por espíritus inmundos, leprosos, paralíticos, ciegos, sordos, mudos, hombres, mujeres, niños, ancianos, con todos ellos Jesús había tenido un derroche de misericordia y compasión.
El propio Jesús había afirmado que Él había venido a curar a los que estaban enfermos y no a los sanos, según recoge el evangelista Mateo, cuando cuenta el escándalo de los fariseos por estar cenando en su casa, después de la llamada que Jesús le hizo a seguirle siendo un publicano recogedor de impuestos: «En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme”. Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?». Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa «misericordia quiero y no sacrificios»: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» (Mt 9, 9-13).
Muchas veces los tocaba y quedaban sanos; otras, como en el caso del criado del centurión, bastaba una sola palabra y curaban. Aquí S. Marcos nos dice que los enfermos le rogaban simplemente que les permitiese poder tocar el borde de su manto. «Y los que lo tocaban quedaban sanos».
¡Qué poder y fuerza sanadora saldría de Él que, solo con tocar el borde de su manto, los enfermos se curaban! En definitiva la causa de la curación residía en la fe de los enfermos que acudían a Jesús. La confianza en su poder, en el poder de Dios, que actúa y salva por su medio, es la que otorga la curación y la salvación.
Sta. Faustina Kowalska, canonizada por el Papa Juan Pablo II el 30 de abril de 2000, Domingo de la Divina Misericordia (segundo domingo de Pascua), cuenta en su diario una visión que tuvo del Señor y de cuya túnica salían dos grandes rayos, uno rojo y otro pálido. Cuenta también que el propio Jesús le mandó pintar un cuadro con esa imagen que veía, y con la inscripción «Jesús, en ti confío».
¡Cuántas enfermedades aquejan hoy a los hombres y mujeres de nuestra generación! Enfermedades físicas, psíquicas, espirituales, morales, sociales… Enfermedades causadas por el egoísmo y la soberbia, la idolatría y el afán desenfrenado de dinero, el materialismo, el relativismo de todo y la autonomía moral, el desentendimiento, cuando no el desprecio por los pobres, solitarios, desvalidos y marginados de nuestra sociedad. ¡Cuántos enfermos del «carpe diem» o del «sálvese quien pueda”! Pero la mayor de todas las enfermedades de hoy es la desesperanza y la falta de fe en nada, mucho menos en Dios.
Una misión importantísima para los cristianos de nuestro tiempo es tomar a estos «enfermos», aunque sea en camilla o a rastras, y llevarles ante Jesús. Que puedan conocerle, que puedan verle, que puedan tocar su manto y que puedan curarse. ¡Cuánta gente hoy no conoce a Jesucristo y no se cura por nuestra falta de fe! Es necesario llevar a Jesucristo a los pueblos, a las aldeas, a las plazas, al último caserío. Es necesario anunciar con fuerza y con valentía que Él es el único Salvador, el único que puede curar, el único que puede cambiar nuestras vidas. Es el único médico de cuerpos y almas, que decía S. Ignacio de Antioquía.
«Jesús, en ti confío».
Ángel Olías