“El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50,4). Jesús es Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro (Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque primeramente ha sido el Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al Padre en actitud de continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir de Isaías, mostrando así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene autoridad para decir a los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17).
Mañana tras mañana conecta el Señor Jesús con el Padre, alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su voluntad, que no es otra que llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo a este respecto que proclama solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta, que lo que sale de sus labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Fijémonos bien en lo que dice: “os haré llegar a ser”. Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión utilizada por los autores bíblicos que nos narran la creación, la génesis del mundo. Jesús no funda una escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la génesis donde unos pobres hombres llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan: el Evangelio, y porque Él mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos libremente aceptan el seguimiento.
El hombre que se acerca a Jesucristo como Señor descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y Pastor, gesta en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber distinguir, al tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da la Palabra; mas no termina ahí el gozo, el asombro de los suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así como Él llegó a ser Maestro por la calidad y profundidad de su ser discípulo del Padre, acontece que —y ahí radica el asombro que da paso al estupor— también ellos, por la calidad de su discipulado, llegan a ser maestros por el Maestro, pastores por el Pastor según su corazón.
Todo esto, por muy sublime que sea, no tendría ningún valor si no estuviese apoyado y atestiguado por el mismo Jesucristo, por su Evangelio. Las palabras que Jesús proclama a este respecto son meridianamente claras. Hablando con su Padre, y con evidente intención catequética hacia los suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,6-8).
Mi Padre os quiere
Con la indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús (Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de nuestro Maestro para partir estas palabras como Pan de Vida que es, no estoy echando mano de una frase hecha, de un cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos abre por medio de su Hijo la Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese no sería más que —siguiendo analógicamente a Pablo— “un bronce que suena o un címbalo que retiñe” (1Cor 13,1).
Juan inicia el capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de hombres”, es decir, maestros y pastores. En esta su sublime y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus discípulos; unos hombres que —señala— “antes eran tuyos, tú me los has dado y han guardado tu Palabra”.
Ahora nos centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su magisterio y pastoreo a estos discípulos, imagen de la Iglesia, que están junto a Él celebrando la cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia, está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).
Sus discípulos han aceptado la Palabra que el Padre ha confiado en el Hijo; es esta una condición indispensable para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia. Es entonces cuando la predicación engendra la fe, la fe adulta (Rom 10,17).
Puesto que la fe no es estática, sino que, por el contrario —siguiendo el símil del universo— está siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace partícipes del mismo amor con el que este es amado por su Padre. Esto no es una apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina con el siguiente broche de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
Las palabras que tú me diste
Jesús sitúa a sus discípulos en una dimensión con Dios Padre que, aunque nos parezca exagerada, es semejante —lo proclama Él mismo— a la suya. Es una semejanza que nadie se atrevería a afirmar si no fuera porque conocemos de la boca del mismo Hijo de Dios las palabras que dirige a María Magdalena en la mañana de su resurrección gloriosa: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17b).
Algo muy determinante aconteció a partir de la victoria de Jesucristo sobre la muerte; es todo un salto cualitativo en la relación del hombre con Dios. Las alusiones de Jesús a “mi Padre”, que tantas veces encontramos a lo largo del Evangelio, dan paso ahora a una realidad imposible de abarcar por su adimensionalidad. Le oímos decir: “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”. No hay duda de ello, con todo lo que ello implica. Les ha permitido a sus discípulos ver y reconocer en su Señor al Enviado de Dios Padre. Ello ha forjado la columna vertebral de la espiritualidad de la Palabra, de la que rezuma el Prólogo del evangelio de Juan. “Todos aquellos que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Fijémonos bien en lo que dice Juan: “hacerse”, que equivale al “llegar a ser” que vimos cuando Jesús llamó a Pedro y Andrés a ser pescadores de hombres (Mc 1,17). Jesús —Señor, Maestro y Pastor— ofrece a los hombres el Evangelio que les engendra como hijo de Dios; que les permite, igual que Él, llamar al Padre, mi Padre; y a Dios, mi Dios. He ahí la misión primordial de los pastores llamados y enviados por el Señor Jesús. He ahí los pastores que, al tener una relación con Dios parecida a la del Hijo, pastorean según su corazón.
Estos pastores siguen los pasos de su Señor, sus huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas” (1Pe 2,21). Muchas son las penalidades que estos pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio. Pedro considerará un gran gozo, al tiempo que una inestimable gracia, participar de los sufrimientos del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1Pe 4,13).
Los gozos y las alegrías de los pastores según Jesucristo son indeciblemente mayores que las penalidades; además, estas son curadas por la capacidad de amar y perdonar que Jesús da a los suyos. Mientras que el júbilo y las satisfacciones que tienen están en las manos de Dios, hacen parte de ese tesoro anunciado en el Evangelio por Jesús, y que no está expuesto al peligro de los ladrones ni a la corrosión de la polilla (Lc 12,32). Es indescriptible el júbilo de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras otra, las mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También ellos pueden un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor: “Tuyas eran —las ovejas— y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se las he dado a ellas y ellas las han aceptado…” (cfr. Lc 17,6-8).