En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo:
«No llores».
Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
«¡ Muchacho, a ti te lo digo, levántate! ».
El muerto se incorporo y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre.
Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo:
«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo.»
Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante. Lc 7,11-17
La ciencia se ha enfrascado en una carrera que podríamos llamar hasta frenética en el intento de alejar más y más el espectro de la muerte haciendo posible que ésta quede como algo lejano; de hecho bien cierto es que las expectativas de una vida más larga no son una quimera sino una realidad. Por supuesto que estos avances de la ciencia nos vienen muy bien a todos, sin embargo, tenemos que estar atentos a no desviarnos de la realidad de la muerte, de Aquel que no se limita a alargar unos años nuestra vida, sino que nos ofrece la victoria definitiva ante ella. De acuerdo, podemos retrasarla, pero en absoluto detenerla; Jesús sí, y esto es lo que leemos en el Evangelio de hoy… “El Señor tuvo compasión de ella y le dijo; no llores. Y acercándose tocó el ataúd. Los que lo llevaban se detuvieron…” (Lc 7,13-14).