«Vosotros, no os dejéis llamar maestro, porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8).
Orígenes, Padre de la Iglesia primitiva, nos dice que la Palabra de Dios tiene un cuerpo y un alma. El cuerpo es lo que vemos con nuestros ojos y entendemos con nuestra mente. Como tal, la Biblia es un libro más entre otros que, exponiendo una serie de principios morales y religiosos, invitan al hombre a establecer una relación con Dios.
Teniendo esto en cuenta, Orígenes invita a sus oyentes a penetrar el cuerpo de las Escrituras hasta llegar a su alma. Hace esta invitación porque sabe que en el alma de las Escrituras habita Dios. En la Palabra, como dice san Jerónimo, brilla la divinidad de Jesucristo en todo su esplendor; en el alma de la Palabra, Dios revela al hombre su Misterio. Es necesario, pues, penetrar el cuerpo de la Palabra hasta alcanzar su alma introduciéndonos así en el Misterio de Dios. La comprensión de este misterio no está al alcance de nuestra limitada sabiduría humana, como puntualiza acertadamente san Pablo (1Co 2,14). El mismo apóstol afirma que el Misterio de Dios nos es revelado en el Evangelio: «A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente… «(Rm 16,25-26).
Ante esta realidad, surge impetuosa una pregunta: ¿Cómo llegar hasta el alma de la Palabra? ¿Quién nos enseñará a descubrir el Misterio, el Rostro de Dios oculto en el Evangelio? La respuesta nos la ha dado el Hijo de Dios: ¡Yo os enseñaré! ¡No llaméis a nadie maestro; yo he sido enviado por mi Padre para enseñaros a buscar su Rostro en su Palabra.
Para entender mejor la figura del Señor Jesús como único Maestro que nos revela la Palabra, hemos de fijar nuestra atención en la experiencia religiosa del pueblo de Israel. Sabemos que Dios hizo una alianza de salvación con su pueblo y que éste la aceptó con entusiasmo e inmensa gratitud. Sin embargo, a pesar de la santidad de sus patriarcas y profetas, se dio siempre de bruces contra el muro de su impotencia para mantener su fidelidad a la alianza con Yahvé. La experiencia de la incapacidad de Israel para ser fiel hemos de encuadrarla dentro de la pedagogía de Dios. Es un acontecimiento que provoca que el hombre se conozca a sí mismo y alcance a comprender y a aceptar que las únicas promesas válidas no son las del hombre sino las de Dios.
En este contexto de comprobar, por una parte, la impotencia del ser humano para ser fiel a Dios y, por otra, el deseo sincero y honesto de tantos hombres de buscarle y vivir una relación de fidelidad con Él, nos dirigimos esperanzados a la sorprendente e inimaginable promesa que nos llega por medio del profeta Jeremías.
escribiré mi Palabra en vuestro corazón
Jeremías es testigo de la decadencia religioso-política de su pueblo. Israel, que en tiempos del rey David era la envidia y el asombro de las naciones, es ahora objeto de irrisión. Es tal su debilidad que le vemos encaminar sus pasos, desterrado hacia Babilonia. Ante tanta ruina y desolación, Dios levanta al profeta y le insta a proclamar a su pueblo, vejado y abatido, una promesa que les devuelve la esperanza. Lo que Yahvé anuncia a su pueblo, siempre amado, es que, si bien ha despreciado y roto su alianza, Él la va a rehacer; será una nueva alianza indestructible. En esta nueva alianza se va a hacer patente no sólo la fidelidad de Dios, sino que, implícitamente, se anuncia también la fidelidad del hombre: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano diciendo: conoced a Yahvé, pues todos ellos me conocerán…» (Jr 31,33-34). Al anunciar Yahvé que grabará su Palabra en el interior, en el corazón del hombre, le está abriendo el camino, antes bloqueado, para vivir su relación con Él en fidelidad.
Ahora entendemos por qué el Señor Jesús nos exhorta a que no llamemos a nadie maestro. Nadie, por muy santo que sea, tiene poder para grabar en nuestro espíritu la Palabra. Nadie la puede escribir con letras indelebles en nuestro corazón. Sólo Él, el enviado del Padre.
El encuentro del Señor Jesús con la adúltera (Jn 8,1-11) ilumina profundamente la promesa que nos llegó por medio del profeta Jeremías. Recordemos que Jesús está en el Templo enseñando y que, de pronto, los escribas y fariseos le llevan a una mujer sorprendida en adulterio. Según la ley de Israel, esta mujer ha de ser apedreada hasta la muerte. La pregunta que dirigen a Jesús es en este sentido. Dejando aparte la doblez de corazón de los que le preguntaban, ya que querían aprovechar la ocasión para acusarle de sobreponerse a la ley, lo que nos sorprende e impresiona son los gestos y palabras de respuesta del Señor Jesús. Se inclinó y, con su dedo, se puso a escribir en la tierra.
Nadie entendió lo que el Hijo de Dios estaba haciendo al escribir en la tierra. Como los escribas y fariseos le preguntaron insistentemente, Jesús les dijo: ¿Hay alguien aquí que esté sin pecado? Y volvió a escribir.
¿Hay alguien aquí que esté sin pecado? ¿Hay alguien aquí que no sea adúltero? ¿Cómo es que, sabiendo las Escrituras de memoria, no sois capaces de dar crédito a vuestros profetas que tantas veces denunciaron el corazón del pueblo? ¿Acaso la Ley, que tanto decís que amáis, no llama adúlteros a todos los idólatras? ¿No tenéis vuestros ídolos en vuestro interior? Esta mujer que me presentáis es una adúltera, una pecadora, es cierto, pero también vosotros lo sois… Y Jesús volvió a inclinarse y siguió escribiendo en la tierra.
El Hijo de Dios, inclinado sobre la tierra (el barro del que fue formado Adán, el barro que somos todos) estaba dando cumplimiento a la promesa-profecía que Dios había proclamado por medio de Jeremías. Ante el pecado de todos (escribas, fariseos y adúltera) Jesús no fustiga a nadie, pues no ha sido enviado por su Padre para condenar sino para salvar; así nos lo hizo saber en su conversación con Nicodemo (Jn 13,16-17).
Con este gesto, el Señor Jesús se presenta como el único Maestro que tiene poder y autoridad para grabar en el corazón de barro del hombre la Palabra, tal y como había sido prometido por Dios. Es así como la fidelidad brota en el hombre como fruto de la Palabra, el Evangelio grabado y enseñado en nuestro corazón por el único que lo puede hacer: el Señor Jesús, el Maestro. Incluso nos atrevemos a dar un paso más.
Partiendo de que el hombre acoge amorosamente el Evangelio, de éste brotan la fe y la subsiguiente fidelidad como creación propia, del único que tiene poder para crear: Dios encarnado en Jesucristo.
El pasar a la fe adulta
Hemos visto en el texto anterior a Jesús que anuncia con el gesto simbólico de escribir en la tierra que Él es el enviado del Padre como Maestro para instruir, enseñar y grabar en el espíritu del hombre la Palabra que nos hace discípulos y testigos. Damos un paso más para ver a Jesús resucitado llevando a cabo su misión de prender la Palabra en sus discípulos y, a partir de ellos, a todos los hombres-mujeres que le buscan.
San Lucas, en su Evangelio, nos relata varias apariciones del Señor Jesús resucitado. Leemos la siguiente: «Después les dijo: Éstas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Y entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,44-45).
Nos fijamos atentamente en el texto, y nos damos cuenta que Jesucristo dice a los discípulos que su pasión, muerte y resurrección ya estaban anunciados a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Es más, Jesús les había instruido repetidamente acerca de estos acontecimientos y, sin embargo, no habían creído en sus palabras, no habían quedado prendidas en su interior, que esto es lo que significa realmente la palabra creer. Es entonces cuando el Señor Jesús actúa como el Maestro: abrió sus inteligencias, sus mentes, sus entendimientos para que pudieran comprender la Palabra.
Comprender es un término que significa prender con fuerza, tejer, plasmar hasta integrar. La acción de Jesucristo, al abrir la mente de sus discípulos, hizo posible que su Evangelio, en el que no creyeron porque, según su capacidad, no era creíble, quedase atado, adherido, integrado en su corazón, en su espíritu; en definitiva, se hiciese alma de su alma y espíritu de su espíritu. Ese fue el paso de los discípulos a la fe adulta. Fe que movió sus pies y les hizo ir por todo el mundo, entonces conocido, para anunciar gozosos, el Evangelio. Evangelio que el Maestro les había prendido en su corazón. Evangelio que se convirtió para ellos en el Tesoro de todos los tesoros.
Jesús, Señor y Maestro, prende su Palabra en el corazón de los suyos, dando así cumplimiento a la posibilidad de cumplir el mandamiento por antonomasia proclamado por Dios, tanto a Israel como a todos los cristianos: el “Shemá”. “Shemá” es una palabra hebrea que significa: ¡escucha! Leámoslo: «Escucha, Israel. Yahvé nuestro Dios, es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy» (Dt 6,4-5).
“Shemá”: ¡Escucha y graba en tu corazón!
Fijémonos bien en el mandamiento de Dios: Amarás a tu Dios con todo tu corazón…, queden en tu corazón estas palabras que te acabo de decir. Nadie pudo ni podía hacerlo hasta que vino Dios mismo a nosotros como Maestro. Él abrió nuestro espíritu para que su Palabra, su Evangelio, quedara firmemente anclado en nuestro ser, a fin de que permaneciese adherido a nuestras entrañas y nos llenase de la Sabiduría y Fuerza de Dios. Recordemos que, a partir del hecho de que Jesucristo abrió la mente de sus discípulos, éstos pasaron de ser hombres temerosos a ser testigos. Pasaron de manipular a Jesucristo para su propia gloria a buscar únicamente la gloria de Dios. De la misma forma que Jesús solamente buscó la gloria de su Padre: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la gloria que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). La gloria de Dios consiste en que el hombre llegue al conocimiento de la verdad y se salve (1Tm 2,3-4).
Quiero, por último, subrayar que el hombre a quien el Señor Jesús revela el Evangelio, entra en comunión no sólo con Dios, sino también con sus hermanos. Recordemos las palabras del Hijo de Dios: Yo soy vuestro Maestro y «todos vosotros sois hermanos».
Al hacer esta afirmación, Jesucristo nos indica cuál es el núcleo esencial de toda comunidad cristiana. Puesto que ésta tiende sus ojos y sus oídos al mismo Maestro, no hay mayores ni menores, todos están con las manos igualmente abiertas para recibir de Él el don que les mantiene en comunión perfecta. Más aún, el don recibido con tanto amor por parte de Dios se comparte; la insondable riqueza que Dios siembra en cada corazón es riqueza de todos y para todos los miembros de la comunidad. Este compartir lo que Dios revela a cada uno, crea lazos de comunión que van mucho más allá de la simple amistad o afinidad. Aparece entonces, en toda su belleza, la comunidad cristiana como don de Dios. El único Maestro, al revelarles el Misterio de Dios escondido en la Palabra, les ha hecho hermanos.