La grandeza de un valiente
«Se debería encontrar una cura para la trisomía 21, lo que podría llevar a descubrir una cura para todas las demás enfermedades que tienen un origen genético. Mis pacientes me están esperando. La encontraremos; es imposible no encontrarla. Es un esfuerzo intelectualmente mucho menos difícil que enviar un hombre a la luna». Estas palabras de Jérôme Lejeune son reflejo de la determinación humana y científica que, sustentada en un profundo respeto a la vida, canalizó todos sus desvelos. Sin embargo, a veces la ironía del destino toma caminos de dolor y sufrimiento.
La confluencia de sus hallazgos científicos con el desarrollo de métodos de diagnóstico prenatal supone una fatal coincidencia. El análisis cariotípico del profesor Lejeune, unido a la técnica de la amniocentesis, desarrollada, entre otros, por el doctor neozelandés William Liley, posibilita el diagnóstico prenatal de patologías de origen cromosómico. Este hecho abre inesperadamente un camino que aparta al hombre de Dios y de su propia condición humana, aquel que persigue el exterminio de los no deseados. Ambos investigadores asistirán, con gran impotencia, a la inevitable manipulación de sus descubrimientos con los que, en origen, proyectaron la detección y el tratamiento precoz de algunas enfermedades infantiles.
Los pasos y decisiones de este magnífico hombre, sus pensamientos y certezas están profundamente iluminadas por las palabras del Evangelio. Así, declarará: «Una frase, una sola, guiará nuestra conducta; un argumento que no induce a error, que lo juzga todo y es palabra de Jesús: “Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”».
Ciencia y fe alcanzan en Lejeune la máxima complementariedad, un entendimiento íntimo y auténtico que posibilita al hombre su acceso a la Verdad. Su sólida convicción será la fuente de la valentía inquebrantable que le acompañará durante toda su vida.
de admirado a rechazado
En agosto de 1969, el profesor viaja a la ciudad de San Francisco para asistir al Congreso Anual de la Sociedad Americana de Genética Humana, en el que recibirá el Premio William Allan por sus descubrimientos. En ese momento, el país está considerando la posibilidad de autorizar el aborto en los casos diagnosticados de Síndrome de Down. La propuesta se justifica pretextando que resultaría cruel e inhumano permitir el nacimiento de pobres seres condenados a una vida inferior y que supondrían una carga insoportable para su familia. Lejeune se siente impresionado ante tal posibilidad: «Mediante mi descubrimiento —se dice— he hecho posible esa vergonzosa especulación».
Tras recoger el galardón debe pronunciar un discurso ante sus colegas. El compromiso honesto y leal con sus más profundas convicciones humanas y espirituales, le lleva a expresarse en los siguientes términos: «Matar o no matar; esa es la cuestión. La medicina ha luchado durante milenios a favor de la vida y la salud contra la enfermedad y la muerte. Si cambiamos estos objetivos, cambiamos la medicina. Nuestro objetivo no es infligir una sentencia sino alivia el dolor…». Continúa su exposición explicando que el mensaje cromosómico originado en el momento de la concepción contiene todo lo que define al nuevo ser. Y concluye con nitidez: «La tentación de suprimir mediante el aborto a esos pequeños seres enfermos va contra la ley moral, cuyo fundamento legal queda confirmado por la genética».
Tras el discurso, un silencio hostil muestra la frialdad extrema con que son recibidas sus ideas, que le costarán el ostracismo por parte de la comunidad científica. Esa misma noche, escribe a Birthe, su esposa: «Hoy he perdido el Premio Nobel de Medicina». Efectivamente, el tiempo demostrará lo acertado de su intuición. En su diario confiesa: «El racismo cromosómico es esgrimido como un estandarte de libertad. Que esa negación de la medicina, de toda la fraternidad biológica que une a los hombres, sea la única aplicación práctica del conocimiento de la trisomía 21 es más que un suplicio».
abogado natural de los indefensos
Tan solo unos meses más tarde, en junio de 1970, se discute en Francia la llamada “propuesta Peyret”, un proyecto de ley que prevé la supresión del feto en caso de embriopatía incurable. En otoño, los medios de comunicación se hacen eco del debate político. El profesor Lejeune es invitado al programa de televisión “Dossiers del l´Ecran”, de gran audiencia. Tras su intervención recibe un impresionante alud de correspondencia en el que, en emocionantes cartas, grandes discapacitados de nacimiento dan testimonio de la riqueza y el valor se sus vidas. También le llegan cartas de padres de trisómicos describiendo la reacción de arrebato y tristeza de sus hijos al conocer la intención de eliminar a quienes comparten su condición.
En los días siguientes, Lejeune reúne a los miembros de su equipo: «Estoy obligado a tomar la palabra públicamente para defender a nuestros enfermos. Si no les defiendo, les traicionaría y renunciaría a aquello en lo que me he convertido: su abogado natural».
Esta decisión, que él llevará adelante más allá de cualquier dificultad, le supondrá la marginación. Le suspenden los fondos de investigación, su laboratorio es clausurado y la amenaza “muerte a Lejeune y a sus pequeños monstruos” aparece escrita en la fachada de su Facultad.
La campaña para conseguir la legalización del aborto se extiende pronto por el resto de Europa. En Gran Bretaña se legaliza el examen médico para detección de la trisomía durante el embarazo y su “tratamiento” mediante el aborto. La campaña mediática en Francia se extiende planteando la cuestión del aborto en el caso de todos los niños no deseados. Los argumentos con los que se trata de fundamentar la proposición se basan, entre otras, en la idea de que la persona no adquiere tal condición hasta su nacimiento.
un nuevo ser humano absolutamente único
En 1973, Lejeune escribe: «La genética moderna se resume en un credo elemental que es el siguiente: en el principio hay un mensaje; ese mensaje está en la vida y ese mensaje es la vida. Dicho credo, paráfrasis del comienzo de un libro muy antiguo que sin duda conoceréis, es también el del genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque sabemos con certeza que todas las informaciones que determinarán al individuo, que dictarán no solo su desarrollo, sino su conducta posterior, están inscritas ya en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza superior a toda duda razonable, porque si esa información no estuviera toda ella contenida ahí, jamás aparecería, pues después de la fecundación no se añade ninguna información. Pero —dirá alguien— justo dos o tres días después de la fecundación solo hay un pequeñísimo montón de células. En realidad, al principio existe solo una única célula: la que procede de la unión del óvulo y el espermatozoide. Las células se multiplican activamente, pero esta pequeña mórula que va a anidar en la pared del útero ¿es ya realmente distinta de la madre? Sí, lo es: posee su propia individualidad y, por increíble que parezca, es capaz de dirigir el organismo materno. Al sexto o séptimo día, este minúsculo embrión de tan solo un milímetro y medio de tamaño se hace de inmediato con el control de las operaciones. Es él, y solo él, quien detiene las reglas de la madre produciendo una nueva sustancia que obliga a funcionar al cuerpo amarillo del ovario. A pesar de su pequeño tamaño, es él quien, mediante una orden química, obliga a su madre a protegerle. Desde ahora hará de ella lo que quiera ¡y bien sabe Dios que seguirá haciéndolo unos cuantos años!…».
el blanco de todos los ataques
En este texto, Lejeune expresa inigualablemente la certeza científica sobre la que sustentará su compromiso vital. Su integridad, su poder de convicción y su talento oratorio lo convertirán en el gran defensor de la vida, que luchará incansable, no contra las personas que no comparten su convicción, sino contra el error que cometen. Para este gran hombre, el primer deber de quien defiende la vida será brindar ayuda y comprensión para evitar que el empeño por defender nuestras razones nos impida descubrir los dramas humanos que se esconden tras los actos que reprobamos.
En octubre de 1972, el profesor viaja a Virginia y allí queda nuevamente sobrecogido por la vulneración de los derechos del no nacido, de la que es testigo. Le presentan un protocolo basado en experimentos de fisiología y bioquímica practicados en fetos de cinco meses, de los que se toma muestras mediante cesárea. Impresionado por el hecho escribe a su esposa: «El texto dice que deben ser tratados como cualquier otro tipo de muestras de tejidos o de órganos, pero precisa que hay que matarlos transcurrido un tiempo. He dicho sencillamente que ningún texto podía reglamentar ese crimen. ¿Cómo es posible que esos colegas tan cualificados hayan llegado tan lejos? Con el pretexto del rigor científico han recibido una formación con un punto de vista en que Dios no significa nada: está “bien”, no lo que es conforme a la ley de Dios, sino lo que es eficaz; está “mal” lo que obstaculiza el progreso material. Para ellos, el feto ya no es un hombre, una criatura de Dios, cuyo destino es verlo y amarlo durante toda la eternidad. A partir de entonces, puede convertirse en el blanco de todos los ataques; basta con obtener la mayoría».
Desgraciadamente, estas palabras de Lejeune constituyen un vaticinio de lo que sucederá desde ese momento en adelante.