Rehenes de lo que han palpado los sentidos de su alma y al mismo tiempo libres; tan insultantemente libres que, al igual que su Señor y por don suyo, pueden decir “nadie me quita la vida, he recibido el poder de darla y de recobrarla, por eso la entrego voluntariamente” (Jn 10,18). Rehenes de lo que comen y beben sus almas y, a la vez, dueños y señores de cielos y tierra, dotados de lo alto de una libertad insobornable que se eleva majestuosamente sobre toda adulación o fatua aspiración.
Desde su indomable y también envidiable libertad, pueden acercarse sin trabas al amor de su alma y decirle callada y confidencialmente: ¡Dios mío, cuanto más me amas, más solo me dejas! Oigamos los sentimientos de soledad de Isaías ante su llamada: “Pues así me ha dicho Yahvé cuando me tomó de la mano y me apartó de seguir por el camino del pueblo…” (Is 8,11).
Camino nuevo, extraño, tenazmente intransitado, el de Jesús hacia el Padre, el cual provoca la animadversión violenta de todo su pueblo, tal y como ya había sido profetizado: “Se gloría de tener el conocimiento de Dios… Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todos y sus caminos son extraños” (Sb 2,13-15).
Dios, que todo lo hace bien, habita, como ya sabemos, especialmente en unos para actuar salvíficamente en todos. El discípulo, de susto en susto, de herida en herida, incluso de desmayo en desmayo, va descubriendo poco a poco que se está encontrando “tú a tú” con el “Dios contigo”. Aquel a quien, desde su experiencia de soledad, se refería Jesús: “Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).
A la luz de esta experiencia, el discípulo, al igual que cuando Pedro se agarró con todo su ser a la mano del Señor que le sostenía en las aguas, grita al Dios que a su lado “se ha hecho uno con él”: ¡no te soltaré jamás! No te soltaré jamás. Experiencia vital, existencial. Grito que es un canto a la vida que se asemeja al del recién nacido cuando, rota la placenta, se abre a su nueva existencia.
La Escritura está toda ella plagada de personajes frágiles en sí mismos y fuertes con Dios que, de una forma u otra, al encontrarse con Él, gritaron con todo su corazón, alma y fuerzas, –éste fue su Sehmá- ¡no te soltaré jamás. Así clamaron estentóreamente estos amigos de Dios, amigos suyos y nuestros, su pertenencia a Él, y que nos ató a todos a la salvación. Quizás sea ésta una de las facetas más entrañables de la comunión de los santos que proclamamos en el Credo. Todos ellos son portadores de un mismo sello identificador: Han sido cogidos por la mano de Dios (Is 42,6).
No te soltaré jamás, clamó Jacob a Dios cuando, en un combate cuerpo a cuerpo con Él, alcanzó a agarrarle. Situemos los hechos. Jacob se encuentra en la peor y más conflictiva encrucijada de su vida. Viene huyendo o, más bien, despedido por Labán, su suegro, de su casa. No ha sido honesto con sus bienes y ganados, por lo que acuerdan que es mejor que ponga tierra por medio. Aún no le ha dado tiempo de tomarse un respiro, cuando le llega la noticia de que su hermano Esaú viene por delante a su encuentro. Sabemos que ha jurado matarle por haberle usurpado con engaños y artimañas la primogenitura.
Como podemos observar, Jacob es un ser poco fiable, no se puede bajar la guardia ante él. Veamos si en esta situación sus astucias le van a servir para algo. Dios, que es siempre sorpresa inverosímil, le inspira, le mueve a hacer una experiencia de soledad. Jacob deja sus mujeres, siervas, ganados y todos sus bienes en la orilla del río Yabboq, y lo cruza… él solo. Prescinde de todo apoyo, afronta su encrucijada en la más absoluta y desamparante soledad. Por si fuera poco, en lo más cerrado de la noche y sin otro latido que llegue a sus oídos que el suyo propio, alguien –al principio no sabe quién es- se enzarza en un combate con él (Gn 32,23-31).
Arrecia la lucha y, a un cierto momento, su contrincante, al ver que Jacob no cedía, le golpea una pierna dislocándole el fémur. Intenta entonces desasirse de Jacob mas no lo consigue: éste se aferra con todo su ímpetu a él pues sabe que es la ocasión de su vida. Con artimañas ha vencido a los hombres, con artimañas llenas de sabiduría va a vencer a Dios. Intuye que es Él con quien está luchando, de ahí que, ante su requerimiento de que le suelte, le responde: “¡No! ¡No te soltaré hasta que no me bendigas!”
Ben-decir, decir, hablar bien. El que Dios pronuncie su palabra de vida sobre él como condición para soltarle, eso es lo que está pidiendo Jacob. Es una catequesis de incomparable belleza sobre la oración que nos han legado los eximios místicos del pueblo santo. Ellos son también los que nos han profetizado que el Mesías será aquel a quien la bendición/ Palabra de Yahvé acompañará permanentemente (Sl 45,3).
Jacob ha combatido contra Dios; Él le ha herido para que conozca su debilidad y para que saque provecho de ella. Jacob, el hombre del engaño, coge al vuelo la insinuación de Dios. Consciente de su cojera, decide apoyarse en Él y en esto consiste su victoria. Victoria reconocida por Dios quien incluso hasta le cambia el nombre: “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel (que significa fuerte con Dios) porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido”. Ahí mismo le bendijo Dios. Jacob, que no le soltó hasta que arrancó de Él su bendición, su Palabra de vida, exclamó: “He visto a Dios cara a cara y tengo la vida a salvo”.
Jacob acaba de tener una experiencia cuya altura y, al mismo tiempo, profundidad místicas son insondables. Su cara a cara con Dios le ha supuesto un haber sido trasladado de la tierra al cielo y viceversa. La sorpresa se adueña de él al constatar que sigue con vida. Nos lo imaginamos palpando su cuerpo a la vez que confesando asombrado y conmovido: Dios ha visto quién y cómo soy, y me he sentido amado incondicionalmente por Él.
Antonio Pavía.