En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un jefe de los judíos que se arrodilló ante él y le dijo: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, impón tu mano sobre ella y vivirá». Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos. Entre tanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orla del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y, al verla, le dijo: «¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado». Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa de aquel jefe y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: «¡Retiraos! La niña no está muerta, está dormida». Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se levantó. La noticia se divulgó por toda aquella comarca (San Mateo 9,18-26).
COMENTARIO
Hoy el Evangelio nos propone hablar de fe, pero no de la palabra que tantas veces repetimos robándole su profundo sentido, sino de la verdadera “fe adulta”.
Cuando el jefe de los judíos se acerca a Jesús y le pide ayuda para su hija recién muerta, le dice algo que puede pasar inadvertido pero que está lleno de sentido catequético: “ven tú,” ven tú a mi casa y lo hace, además, poniéndose de rodillas.
Para cualquier judío de la época que no considera a Jesús ni siquiera digno de ser escuchado, el gesto de inclinarse y decirle, quiero que vengas a mi casa y que todo el mundo vea que te he llamado porque creo que tú Palabra puede salvar a mi hija y que recupere la vida, es mucho más importante que lo que aparentemente parece, como tantas veces por otra parte ocurre en el Evangelio de Jesús.
En este pasaje, están recogidos dos de los grandes pilares que describen la verdadera “fe adulta”. Por una parte, el gesto de humildad y pequeñez de clavar la rodilla en tierra y reconocer la propia impotencia de uno mismo ante el dolor y , por otra, la valentía de decir ante el mundo en quién creemos y cuál es la verdad que nos sostiene, superando todos las vergüenzas sociales y los reparos ante nuestro entorno.
En la segunda parte del Evangelio de hoy, aparece una mujer, desesperada al igual que el judío cuya hija acaba de morir, y acudiendo a escondidas para agotar su última esperanza.
Lo más hermoso de esta mujer es la forma en la que se acerca a Jesús, por detrás, como si no se considerara digna de mirarle a la cara, por la espalda, a escondidas.
Y, haciéndolo así, ni siquiera se atreve a hablarle, a explicarle su dolencia y la desesperación que recorre su vida.
Simplemente, convencida de que se curará, lucha por alcanzar con su mano un pequeño trozo del manto de Jesús.
Y, como no podía ser menos, Jesús mismo, casi sin darse cuenta, le regala una bendición, la que ella anhelaba y la que nuestro Dios entrega a quien le busca con limpieza de corazón.
Como Jacob, en su lucha con el Ángel (Génesis 23, 32) arrancó del Padre una bendición después de batallar toda una noche, esta mujer, de forma escondida logro “arrancar” a Dios mismo una cura para su enfermedad.
De nuevo la fe, que se hace especialmente evidente cuando no tenemos ninguna otra esperanza, y que a través del Evangelio nos da respuestas que salvan nuestra vida.