No es frecuente oír hablar del Cielo ni siquiera en las iglesias. Al vulgo en general le resulta mucho más comprensible y atractivo el cielo que preconizan los musulmanes, con toda su carga erótica, que el de los cristianos del que se sabe que es tan maravilloso que nadie puede ni siquiera imaginar “lo que el Padre tiene preparado para los que le aman”. Tampoco ayudan mucho las descripciones que llegan a través del Apocalipsis y que en definitiva favorecen la idea estática de un lugar en el que se canta eso de “San-to, Santo, Santo” y todos, con vestiduras blancas, están alrededor del trono del Cordero. Francamente, dicho así, resulta demasiado aburrido y nada apetecible. Por eso es conveniente programar y desarrollar unos estudios serios, teológica-mente bien fundamentados, en los que se muestre el atractivo del verdadero y único Cielo, al que están llamados todos los hombres, de manera que cautive a las personas, las haga desear alcanzarlo y contribuya poderosamente a la conversión. Naturalmente, hay que partir de convencimiento de que es imposible que en esta vida se pueda ni si-quiera llegar a vislumbrar su naturaleza. En este sentido, las palabras de Benedicto XVI en su Carta Encíclica Spe Salvi son sumamente ilustrativas y podrían servir de punto inicial para el estudio propuesto. Dice así: “Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporali-dad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un con-tinuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después- ya no existe.” A continuación, sin ninguna pretensión dogmática, expongo la reflexión que el citado texto suscitó en mi espíritu. La gran dificultad para que nuestro pensamiento pueda salir de la temporalidad y augurar ese “momento pleno de satisfacción” estriba en primer lugar en que no existe ninguna palabra para definir ese “momento”, ya que momento se entiende como un lap-so pequeñísimo de tiempo, o sea que está dentro de la temporalidad y la eternidad no es eso. Por otra parte, tampoco es como una fotografía fija e inamovible que dura siempre. Pensé que era conveniente partir de otro enfoque para descubrir la riqueza que encierran las palabras del Papa: Dios, desde toda la eternidad, es infinitamente feliz en su vida trinitaria. No necesita de nada ni de nadie, todo lo tiene en sí y el núcleo de su felicidad está en ese amor infinito que podemos interpretar como su propia esencia. Es el amor de quien todo lo da sin necesidad de recibir nada, el amor en el que no cabe ningún temor porque es permanente e imperecedero, inalcanzable para cualquier tipo de maldad. Ese amor constituye la vida íntima de la Trinidad. Toda la creación es el producto de un derroche de ese amor. El mundo es el me-jor que se podía haber hecho pues, como Dios es infinitamente poderoso, de haber sido posible otro mundo mejor, ese es el que habría creado. El culmen de la creación es el hombre: “hombre y mujer los creó, a su imagen y semejanza”. Libres, como Él es libre. Destinados a compartir con Él su propia vida trinitaria por ser a su imagen y semejanza y haberlos adoptado como hijos al tomar el propio Dios la naturaleza humana mediante la encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad: Jesucristo. Caído el hombre por el mal uso que hace de su libertad, ha sido liberado de la corrupción del pecado por Jesucristo, único ser que pudo salvarlo al tener en su persona, íntimamente unidas, la naturaleza humana y la divina. Así, todos y cada uno de los hombres pueden acceder a la vida eterna a través de Jesucristo, el único salvador. De es-ta manera, el Padre tiene a su Hijo Único completo formado por Jesucristo como cabeza y el resto de los hombres como su cuerpo místico. Esto quiere decir que cada persona humana, al acceder al Cielo, participa de la vida íntima de la Trinidad, personalmente y en unión de todas las demás, pues es parte integrante de Jesucristo. Como esa vida es amor sin límites, todos con Dios estarán su-mergidos es ese océano infinito de amor, abrazados y abrazando a la totalidad. Por otra parte, hay que considerar que ese estado celestial no es más que la ple-nitud de todo lo que desea el corazón humano. En efecto, en esta vida se disfruta en muchas ocasiones de unos momentos muy especiales de felicidad en los que se tiene una inmensa alegría interior producto de una comunión perfecta con otras personas. Entonces, se siente una felicidad indescriptible, nada perturba la acogida, el buen humor; la fiesta que se lleva dentro estalla en risas, canciones, bailes y un sinnúmero de expresiones que denotan que se está en la cumbre de la realización humana. Otras veces esa felicidad interior se resuelve en apertura del corazón hacia el otro, en una dulce serenidad que apacigua el espíritu y le invita a des-bordarse de amor al tiempo que la persona que se dona se siente querida. De todo esto hay una infinitud de experiencias como se demuestra en casos con-cretos, por ejemplo, cuando un niño, pletórico, confiado y sin preocupaciones, ríe ju-gando con sus padres; o cuando dos jóvenes enamorados abriendo sus corazones para compartir ilusiones, se traspasan con la mirada desbordante de amor ante un futuro que se les antoja prometedor; o cuando varios amigos están reunidos en torno a una mesa y en la conversación surgen puntos de afinidad, agradables recuerdos de antiguas viven-cias y situaciones cálidas que ponen a flor de piel maravillosos sentimientos de camara-dería; incluso, también, cuando alguien absorto en la contemplación de la belleza en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, siente que su espíritu se eleva, transportado a esa zona indefinida de la conciencia en la que percibe el aleteo de Dios … y en tantos y tantos momentos en los que se hace incontenible el deseo de esponjar el corazón dán-dose uno hacia los demás con cariño y gratitud, al mismo tiempo que se experimenta lo importante que se es para el otro, pues no se duda de que se es querido sin que en esta relación de afecto sincero, al menos en ese momento, medie ningún tipo de interés eco-nómico, sexual o de cualquier otra índole que pueda corromper la pureza de lo que se está dando y se está recibiendo. Esta felicidad humana que alcanza cimas a las que no llegan las palabras para poder describirla y que, en mayor o menor grado, toda persona ha experimentado, o, al menos, ha deseado conocer en lo profundo de su ser, en esta tierra siempre es imperfec-ta, bien por la corta duración de esos instantes, bien por la dificultad de abrirse a los demás con palabras cuando uno desea comunicarse con muchos a la vez –dialogar y no discursear-, bien por el temor de que se pueda perder esa dicha cuando se tiene, pues se sabe que, inexorablemente, se han de presentar otros momentos luctuosos. Pues esa felicidad vislumbrada en el mundo de manera imperfecta y tan evanes-cente ha de ser la que en el Cielo dure para siempre, con una intensidad y plenitud tota-les. Y esto es así, por la inmejorable comunicación, por la riqueza de vida y por la cons-tante novedad que se da en las relaciones entre Padre, Hijo y Espíritu Santo de las cua-les el hombre participará por ser parte del Hijo encarnado.