«Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?” Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea ». (Lc 9,51-56)
San Lucas relata en diez capítulos el camino hasta Jerusalén (Lc 9,51 a 19,28). Subir a Jerusalén es el objetivo de Jesús, como culminación de su misión, y es también una imagen de la vida de todo cristiano: nuestra vida es un continuo camino hacia Jerusalén; es nuestro particular ascenso al Calvario, Resurrección y subida al cielo. Cristo envía mensajeros “…para hacer los preparativos” pero había que pasar por Samaria, y los samaritanos se niegan a recibirlos sabiendo que iban camino de Jerusalén. Y entonces Santiago y Juan exclaman: “¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y acabe con ellos?” Surge en ellos el carácter justiciero y de cierta seguridad, pero Jesús les regaña y se dirigen a otra aldea. Cristo está en camino, acompañando a sus discípulos, como lo hace con nosotros. Pero necesitamos tener la certeza de que nos acompaña en nuestro viaje. Ante el sufrimiento, la enfermedad, la soledad, la tristeza…precisamos sentir cercana la presencia de Jesús. ¡Estamos tan necesitados de saborear su amor! Está claro que no podemos vivir la plena presencia de Jesús, sentir a Cristo resucitado en nuestra vida, sin asumir plenamente nuestra Cruz, nuestra subida a Jerusalén. Este evangelio nos mueve también a la misericordia: a veces tenemos idéntica seguridad que Santiago y Juan, juzgamos al otro, especialmente porque nos consideramos superiores y les miramos por encima del hombro. Pero el juicio sólo le pertenece a Dios; nosotros somos también pobres caminantes y hemos de transitar nuestra vida con nuestros ojos puestos en Él. Lo contrario, caminar fiados en nuestras fuerzas, nos llevará a salirnos del camino, a abandonar el seguimiento a Cristo. No se puede estar en la Iglesia caminando solos, fiados de nuestra inteligencia, de nuestra razón; porque cuando arrecie la tormenta nos sentiremos totalmente solos y sin ánimos de proseguir. Tal vez nos creamos abandonados, desanimados, hartos, incomprendidos…La única garantía del camino es hacerlo acompañado por Cristo y en el seno de una caravana: la Iglesia, un pueblo de Dios en el que cada uno tenemos un lugar preferente.
Pidamos al Señor sabiduría para conocer qué obstáculos nos impiden caminar fiados del amor de Dios. Como Santa María, virgen del Camino, roguemos para que ella también sea Luz que ilumine nuestro caminar.