«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”». (Jn 16, 12-15)
Celebramos hoy el misterio central de la fe cristiana, de tal manera que solo el bautismo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo nos introduce en una verdadera comunidad cristiana; luego, la comunión con la Iglesia exige bastante más que un bautismo común.
Conversando un día con un miembro de una conocida secta, me echó en cara algo así como que los católicos abusamos del concepto misterio, porque la Sagrada Escritura daría suficientes detalles sobre Dios como para conocerlo ahora mismo tal cual lo veremos tras la muerte. Lo cierto es que estamos limitados por el espacio y el tiempo y todo lo que concebimos mentalmente está afectado por estos límites; Dios mismo se ha rebajado a ellos para darse a conocer. Los detalles expresados en la Sagrada Escritura están trazados con estas dimensiones; pretender que sabemos cómo es Dios fuera de ellas es poner una imagen en Su lugar. Es evidente que el conocimiento de Dios no puede depender de dónde se pone o se quita una coma, o de quién ha llevado a cabo una traducción, lo cual puede cambiar totalmente el sentido de las palabras. La Sagrada Escritura, sin el Espíritu que la ha inspirado, sería letra muerta (cf. núm 108 CIC).
Lo deja bien claro el evangelio de hoy: caminamos hacia el encuentro con el misterio de Dios, y el Espíritu nos guía y nos va dando conocimiento en una relación que es dinámica y viva. Él nos ilumina en cada momento lo que necesitamos saber, porque no podríamos cargar con todo a la vez. Es misterio lo que escapa a nuestra razón, y es evidente que lo insondable de Dios solo podremos estar en condiciones de asimilarlo tras la muerte. Dice San Pablo: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí” (1Co 13, 12).
Las imágenes nos son necesarias para acercarnos al misterio, pero jamás deben ponerse en el lugar que le corresponde a Dios, debe quedar siempre claro el abismo que se abre ante la razón humana. Chesterton decía: “El sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo; y el loco es quien quiere meter el cielo en su cabeza”. Lo que quiere decir que la razón no es un espacio que pueda comprender a Dios, sino la ventana que nos asoma a su misterio. Por eso es absurdo fundamentar el ateismo en que no se puede conocer a Dios solo con la razón, cuando es precisamente el estar dotados de razón lo que nos permite ser receptores del don de la fe.
Dios mismo, para que podamos relacionarnos con Él, se nos muestra en imagen. No olvidemos que nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, según Gn 1, 27: “Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”; Dios, por tanto, es comunidad, como lo es la familia. La esencia de la familia es la relación de dos personas distintas, pero complementarias, que forman una unidad en el amor. Un amor que se desborda creando nueva vida, por eso la familia no puede ser cualquier cosa, como en estos tiempos se pretende.
Con la encarnación de la segunda persona de la Trinidad se nos ha regalado la imagen perfecta del Padre. Jesucristo es el rostro de Dios, es más, es la visión máxima de Dios que un mortal puede esperar aquí y ahora. Pero este anonadamiento de Dios, empequeñeciéndose hasta la materia, lo ha llevado a cabo no para ser comprendido en la razón, sino para poder habitar en nuestro corazón, aunque sin anular aquella. “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23-29).
No es tanto el estudio de la Sagrada Escritura, sino la experiencia personal de la Verdad que ella contiene, lo que importa. ¿Qué experiencia podemos tener de la Trinidad? Que Dios es un Padre creador que está por encima de nosotros de manera infinita, y que de Él viene nuestro ser alguien; que Dios se ha hecho uno de los nuestros para andar junto a nosotros, mostrándonos el camino que nos lleva de regreso a la armonía que teníamos con el Padre antes de romperla por nuestro pecado; y que Dios vive dentro de nosotros haciéndonos partícipes de una vida nueva, no sin antes pedirnos permiso: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).
Estamos invitados a la Vida Trinitaria, a ser imagen perfecta de Dios pero, aunque la mayoría nace y crece en el seno de una familia, no todos los seres humanos han podido experimentarlo, ni todos estamos llamados a formar una nueva familia. Hay una forma de ser imagen de Dios en la que estamos todos juntos, solteros y casados, los nacidos del acto conyugal y los concebidos en el laboratorio, los que han crecido en una familia y los que han tenido que hacerlo en otro tipo de ambientes, donde la intimidad de la Trinidad nos es comunicada de la manera que ahora mismo podemos asimilar. Es en la comunidad cristiana donde Dios Padre nos transforma en la imagen de su Hijo, y es en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica, donde el Espíritu, que ciertamente sopla donde quiere, regala en plenitud todo lo que recibe del Padre y del Hijo. Se puede afirmar sin error que la Iglesia, por ser el Cuerpo místico de Cristo, es imagen perfecta de Dios, aunque el polvo de nuestros pecados la cubra de tal manera que tantas veces le impida brillar con todo su esplendor.
Miquel Estellés Barat