«En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas”» (Lc 6,20-26)
Aquí está el programa del cristiano. San Mateo, en su sermón de la montaña (Mt 5.1-12), recoge el llamado Discurso evangélico y presenta las ocho bienaventuranzas que venían a ser el programa de vida para la comunidad cristiana. Pero San Lucas, en este evangelio que algunos han denominado sermón de la planicie o de la llanura, menciona cuatro bienaventuranzas, a las que contrapone las llamadas “malaventuranzas” o maldiciones.
Si bienaventuranza alude a “feliz”, “dichoso”, “bienaventurado” o “digno de la felicidad”, la contraposición es clara: la malaventuranza significa “infelicidad”, “desdicha” o “infortunio”. San Lucas aparece más radical que San Mateo, que insiste en los aspectos más espirituales. Pues nos sitúa ante algunos de los problemas más graves del hombre: la pobreza, el hambre, el llanto y el sufrimiento; y la persecución, pero siempre en la clave de la esperanza cristiana. De los pobres es el Reino de los Cielos, quienes pasan hambre serán saciados y los que lloran reirán. Y son dichosos quienes son perseguidos o excluidos por causa de Jesucristo. San Lucas anima a los miembros de esas comunidades, fuertemente perseguidos, y reitera la promesa expresada en el inicio de este evangelio: “Alegraos…y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Pero a continuación dedica sus “ayes” o “maldiciones” a cuatro tipos de personas: los ricos, los saciados, los que ríen y los que son adulados por el mundo.
Es el mundo al revés. Con contundencia, San Lucas proclama: ¡ay de los ricos, que ya tienen su consuelo en sus bienes!; ¡ay de los que están saciados, que pasarán hambre!; ¡ay de los que ríen, porque llorarán!; y ¡ay de quien todo el mundo hable bien! Es una fuerte llamada a saber dónde ponemos nuestro corazón, qué pensamos que es la felicidad, cuál es el tesoro que buscamos en nuestra vida…
Lo importante es que Jesús, a través de Mateo y Lucas, nos indica claramente cuál debe ser el ideal de nuestra vida, y declara felices a quienes ponen su corazón en el Reino de Dios, en lo esencial, en lugar de ambicionar las propuestas del mundo.
Tal vez quienes no han descubierto el amor de Dios, el rostro de Cristo, piensen que estamos ante una utopía, casi ante una ficción literaria. Y sin embargo, sabemos que en estas enseñanzas está la verdadera clave de la felicidad, la senda por la que debemos caminar los cristianos, los seguidores de Jesús.
No estamos ante lo que el marxismo llamó el opio del pueblo. Dios no quiere el sufrimiento, pero ama y consuela a los que sufren. Dios no aprueba la persecución por la verdad y por la justicia, por Jesús; pero se encuentra y mira con ternura a los perseguidos. Dios no quiere hambre en el mundo, pero anima también a buscar el verdadero alimento. Leyendo esta fuerte condena de Jesús, estas “malaventuranzas”, me viene a la memoria aquella canción de Ricardo Cantalapiedra, que en los años setenta del siglo pasado declaraba ¡malditos! a los “santones de pureza”, a los que “obligan a los hombres a vivir como perros”, a los que “hacen sufrir a los pequeños”, a los que “matan a inocentes”, a los que “callan las infamias”, a los que “causan las desgracias”, a los que “han hecho del amor flor de las madrugadas”, a los que “hicieron de la vida paisaje de la muerte”, a los “asesinos de las flores y de ilusiones”, a los que “piden justicia con las manos manchadas en sangre”, a los que “claman justicia y oprimen al hermano”… Todos estos son malditos, malaventurados, y se oponen al plan de Dios para los hombres.
Pero, junto a la denuncia profética, siempre la misión: anunciar la Buena Noticia del Amor de Dios a nuestra generación, a todos los que nos rodean. Como gritaba Juan el Bautista, hay que iniciar un camino de conversión, tenemos que mirar a Cristo y seguirle, porque Él es camino, verdad y vida. El Señor, a nosotros, creyentes, hoy nos reitera una promesa: nos muestra la fotografía del hombre nuevo que deberá nacer en nosotros, el hombre de las bienaventuranzas, el hombre de la bendición, el hombre de la esperanza.
Juan Sánchez Sánchez