Santa Teresa decía: “Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”. Y según parece, esta señora tenía una gran experiencia en estas cuestiones. La frasecita ha calado tanto en el vulgo que, después de casi cuatrocientos años, todavía es bastante conocida, y hasta hay mucha gente que dice que se la cree. No obstante, la inmensa mayoría de las personas, incluidas las que se confiesan católicas y practicantes, buscan su felicidad por otros derroteros.
Como todo el mundo tiene como meta el ser feliz, lo lógico sería que creyendo que “solo Dios basta”, todos se volcaran en encontrar a ese Dios y, una vez hallado, descansaran en Él gozando de la inmensa felicidad que proporciona.
Sin embargo, los caminos por los que se afana el común de los mortales en busca de esa felicidad tan deseada como huidiza, pasan por parajes tan inhóspitos como la acumulación de dinero con una voracidad insaciable, el deseo de poder y de prestigio sin límites, la pasión hedonista orientada hacia la satisfacción de un sexo cada día más exigente, y un cúmulo de sensaciones excitantes de los sentidos; que unos no logran jamás hacer realidad, por lo que han de conformarse con vivirlas en sus calenturientas imaginaciones, y otros, los pocos que las consiguen, quedan hastiados, sedientos y vacíos tras sus efímeros logros. Lo trágico es que ni después de tales decepciones se atreven a enfocar sus destruidas vidas en la dirección que acabaría llevándolos a encontrarse con ese Dios que puede colmar sus deseos de felicidad.
El fondo de la cuestión estriba en que solo en el sentirse verdaderamente amado y en el responder amando también sin límites, es en donde se encuentra eso que llamamos felicidad. Y nada de aquello en que se suele afanar la gente lleva a ese Dios, único ser capaz de colmar nuestro deseo de amor, marcado a fuego en nuestra naturaleza humana.