«El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica la veracidad de Dios. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él». (Jn 3,31-36)
Es la traducción latina del profeta Isaías (27,8) para designar la actuación de Dios con su Pueblo. Literalmente: “en medida contra medida”. Tenía en este caso Dios que castigar a Israel pero no con un castigo severo, de exterminio total, sino como puro correctivo de amor. La expresión no carece de elegancia. Es una medida orientada a la desmedida, es decir, una actuación de contén dirigida a una acción fuerte de servicio.
Esto mismo cabría aplicarla a muchas realidades, al amor mismo. La ausencia de límites del amor tiene por límite al mismo amor. Hay una medida en la desmedida del amor, que es el mismo amor. Es de una enorme sutileza: el límite del límite es el no límite; pero hay límite, es decir orden, ser. La libertad limitada por la libertad es libre. La libertad no limitada es libertinaje.
La frase del Evangelio es preciosa. El Padre da sin medida al Hijo el Espíritu. Igual que Israel amaba a José, más que a todos sus hijos, y le hizo una túnica de colores (Gn 37) así Dios Padre se vuelca con su Hijo, sin medida alguna.
Si aplicamos la expresión anterior “in mesura contra mesuram” a este caso concreto de Cristo, ¿qué podríamos deducir? Que el Padre da al Hijo ordenadamente la desmedida del amor. Se ve que la eternidad y la infinitud propias de Dios no son caos o inmensidades desajustadas o en deriva. Eso es lo hermoso de Dios: la inmensidad en orden, la infinitud en orden, la eternidad en orden, el poder en orden, la perfección en orden…, todo in mesura (medida) contra mesuram (medida).
La tentativa diabólica no fue más que un intento fallido por doble flanco: pretender adquirir la infinitud divina e intentar hacerlo saltándose la medida creatural. El diablo no conoció ni conoce la realidad del: “en medida contra medida”. Todo en él es desorden y su “contra medida”, es decir, su “sin medida” es desmadre, desafuero, fatal desmedida de pecados capitales.
El Padre da sin medida al Hijo el Espíritu y lo hace con medida. Esta es la paradoja maravillosa, más para contemplar que para comprender.
Para que la sin medida o contra medida no resulte desmadre el Padre va educando a sus hijos en el mismo troquel que el Hijo. Él nos quiere dar la desmedida del amor y lo hace en misteriosos “in mesura”. No es un sí pero no. Es un sí pero sí, pero con medida. Los noes de Dios son plenitud de sus síes. Es curioso: el Señor no niega sino para afirmar. El diablo niega por negar, es puro resentimiento. Todo lo del Señor acaba en luz, en paz, en contemplación: “Aunque el Señor te dé el pan medido y el agua tasada, ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro” (Is 30).
Una traducción perfecta del “in mesura contra mesuram” podría ser: con orden da Dios la desmedida. Y en este orden, en este “in mesura” se ve el sello de lo divino. Ambas cosas son propias de Dios: el orden y la desmedida; la desmesurada felicidad y la ordenación. Lo contrario del orden es el desatino, la descolocación de cada ser de su propio ser y medida.
La creación fue posible por la imposición de límites. En el relato del Génesis vemos a un Dios bondadoso poniendo límites en la bóveda del cielo, acotando, lindando, confinando, estableciendo orden y concierto en las aguas y en los aires. Cada estrella tenía un nombre. No hubo medida en el amor y sí en la construcción del mundo. El amor ilimitado circulaba por el mundo creatural, a modo de paseo por el Edén. “Todo lo dispone en medida, número y peso” (Sab 11,21). Las medidas falsas las detesta el Señor (cfr. Prov 20,10).
El demonio hace creer que la medida es cárcel, cuando en realidad es plenitud. Hace antipático el mandamiento de Dios, enfrenta lo divino y lo humano. Las medidas de los planos de una catedral gótica son proporciones admirables, hacen posible la elevación de una belleza. Pero Satanás no quiere saber de catedrales.
Es curioso el modo de dar de Dios. ¡El Hijo está encantado! El Padre todo lo hace bien, como el Hijo. Él ha colocado todo en manos del Verbo. Hay que saber leer estas divinas medidas que son avenidas de Dios, aluviones y diluvios sagrados. Riadas estas que hacen reír de paz y felicidad: “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir iban llorando, llevando la semilla. Al volver, vuelven cantando llevando sus gavillas” (Sal 125).
La cruz desmedida de San Juan de la cruz alcanzó la desmedida del amor. Lo obtuvo todo de Dios, desmedidamente. Pero primero careció de todo por Dios, también en ordenada desmedida. La primera desmedida es “in mesura”, la segunda es “contra mesuram”. Felicidad sin límites.
Aprendamos del Padre a dar con largueza y elegancia: “Dad y se os dará; medida buena, apretada, remecida, desbordante será la que os den en vuestro seno; porque la medida que empleareis para con los demás, esa misma recíprocamente se empleará para con vosotros” (Lc 6,38).
En límite está esa infinitud que de algún modo me quiere regalar Dios: “Nosotros, en cambio, no nos gloriamos, sino conforme a la medida del límite —medida que nos señaló Dios—, dentro de la cual cabía llegar también hasta vosotros. Porque no traspasamos nuestros propios límites… no traspasando la medida de gloriarnos en ajenos trabajos… “(2 Cor 10,13-17). “A cada uno de nosotros le fue dada la gracia según la medida con la que da Cristo” (Ef 4,7).
Yo, limitado, amo sin límites (1 Cor 13). Nosotros, como cristianos, damos amor sin medida pero con el orden debido del amor. Es la medida de una desmesura.
Francisco Lerdo de Tejada