2010 fue declarado por la ONU Año de la Biodiversidad, con el propósito de llamar la atención de la humanidad sobre el bien común de la vida natural y la necesidad de su conservación para futuras generaciones. La biodiversidad o diversidad biológica resulta una faceta de la realidad material realmente sorprendente. En la actualidad es objeto de estudio, existiendo expresiones matemáticas para su cuantificación. Los científicos estiman que no se conoce ni la cuarta parte de las especies existentes: todos los años son descritas más de 10.000 nuevas. El mundo microbiano es el más desconocido de todos, y el porcentaje de especies ignoradas se cree que es superior al 90%. Solamente en el cuerpo humano hay más de un kilo de microbios repartidos sobre la piel y en el tubo digestivo. A pesar de ello, se tiene constancia de que también están desapareciendo seres vivos tal vez a un ritmo superior al habitual y probablemente como consecuencia de la actividad humana.
“todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en Él”
Benedicto XVI tan pronto como en el día de año nuevo hacía claras alusiones a problemas como el cambio climático, la desertificación, e incluso la pérdida de la biodiversidad en su discurso “Si quieres promover la paz protege la creación”, situando de manera profética en el corazón del hombre, herido por el pecado, el origen de tales fenómenos. Y es que con un rotundo “maldito sea el suelo por tu causa” (Gn 3,17), se presenta en los orígenes la hostilidad que aparece entre el ser humano y el medio ambiente consecuencia de la ruptura del hombre con Dios. Pero pronto la vida del hombre y la biodiversidad pasan a tener un destino común al invitar Dios a Noé a subir al arca una pareja de cada especie viviente, convirtiéndolo así en el garante de la biodiversidad (Gn 6,20).
De gran belleza son los párrafos que le dedica el libro de la Sabiduría a la relación del hombre con el medio ambiente a lo largo del Éxodo: “Entonces les proporcionaste una columna de fuego que los guiara en el viaje desconocido y un sol inofensivo para sus andanzas gloriosas… porque toda la Creación, cumpliendo tus órdenes, fue configurada de nuevo en su naturaleza para guardar incólumes a tus siervos… la tierra firme emergiendo donde había antes agua… por allí pasaron en formación compacta los que iban protegidos por tu mano presenciando prodigios asombrosos” (Sb 18,1-19,9).
El pueblo de Israel al caer en la idolatría es reprobado por los profetas, que manifiestan en su predicación cómo la naturaleza sufre nuevamente las consecuencias de sus pecados: “Por eso la tierra está en duelo, y se marchita cuanto en ella habita” (Os 4,3) o “es porque mi pueblo es necio…por eso ha de enlutarse la tierra y se oscurecerán los cielos de arriba” (Jr 4,28).
Dios, tras haber ligado el destino del Universo, de la naturaleza, de la biodiversidad, al destino del hombre, tiene un designio amoroso sobre ambos. La nueva creación ha comenzado en Pentecostés, y se actualiza con la nueva evangelización. Los iconos de Pentecostés lo representan. En un arco inferior, encerrado y sujetando un cinturón con 12 rollos se sitúa un hombre coronado, el Cosmos, “pues la ansiosa espera de la Creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios…en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la Creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8,19-23).
Un segundo arco superior representa el colegio apostólico con la Virgen María, la Nueva Creación que comienza ya aquí, porque “esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2P 3,13). La predicación de la Buena Nueva permite al hombre reconciliarse con su Dios en Cristo Jesús, y así con la naturaleza, para respetar profundamente como obra de Dios la biodiversidad, “reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1,20), ya que “todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en Él” (Ef 1,10).
A lo largo de la Revelación se presenta el sentido de la biodiversidad: es una revelación de Dios Trinidad, diverso pero unido, una imagen de lo cual son los seres vivos, que no obstante su diversidad crecen y se multiplican.
conocer es amar
Pero si fascinante resulta la Revelación y el Magisterio de la Iglesia, no lo es menos poder contemplar científicos españoles del siglo XX que han contribuido al estudio de la biodiversidad a un muy alto nivel, y que además han profesado la fe católica.
Félix Rodríguez de la Fuente, que hace treinta años que nos dejó, fue el mayor divulgador de la biodiversidad que haya nacido en suelo español. Su facilidad oratoria y el haber abandonado una vida fácil como dentista por su pasión, la cetrería, terminó llevándole entre otras cosas por su dotes oratorias, a la divulgación radiotelevisiva de las ciencias naturales, lo que indirectamente provocó, no lo olvidemos en plena dictadura, la derogación de la ley de persecución de aves rapaces, lobos, alimañas por enemigas de la caza. De formación católica, muy religioso aunque probablemente no fuera el guardián de la ortodoxia, antiabortista, convencido de que conocer es amar, acostumbraba a decir cosas tales como las siguientes: “Dios perdona siempre, el hombre a veces, la naturaleza nunca… Viendo la naturaleza y el maravilloso equilibrio ecológico de la naturaleza, es imposible no creer en Dios, todo en la naturaleza habla de su obra creadora… mi amor a los animales es como el de san Francisco de Asís… crear sólo Dios puede hacerlo”.
El Padre Gómez Oña, que le casó por la Iglesia, comentó que le dijo: “Yo soy creyente, y voy tras las huellas de Dios”. Preguntado sobre su fe y si creía en Dios contestaba: “Profundamente, pretendo vivir en el seno de Dios que es inconmensurable… Dios ha puesto los animales a nuestro cuidado… doy gracias a Dios por haber creado el mundo… Dios nos puso en esta maravillosa nave sideral que es la tierra”…
misterio pero no engaño
De otra parte está el discreto Ramón Margalef (1919-2004), que fue, además del primer catedrático de ecología español, el científico de esta especialidad más importante de la historia de España. Discreto porque algunos de sus más allegados discípulos confesaron tras su fallecimiento desconocer en absoluto su fe. Tal vez el ambiente científico que le tocó vivir, que era voraz frente a manifestaciones religiosas de cualquier tipo —no olvidemos que el Premio Nobel Alexis Carrel se vio forzado a abandonar la universidad por confesar que creía en los milagros de Lourdes— le llevó al silencio.
No obstante el Padre J. Ynaraja, que conoció a Margalef en los años sesenta y mantuvo su amistad hasta su muerte, aportó datos esclarecedores sobre la fe del científico, que —decía— se sentía sumergido en un cosmos bien proyectado, preparado para superar cualquier intento de destrucción. Comentaba que a Margalef le encantaba la sabiduría de los libros sapienciales, especialmente el de Job, hasta el punto de releerlos con asiduidad. Uno de los cuatro hijos de Margalef recordaba que su padre le regaló a su madre María Mir, de novios, “La imitación de Jesucristo”, de Tomás Kempis, uno de sus libros favoritos. Un día en un encuentro juvenil, preguntado por su fe contestaba: “Los científicos creemos más fácilmente en Dios que los intelectuales especulativos… Como decía Einstein, Dios es misterioso, pero no engaña nunca”.
A la luz de su religiosidad y de su interés por los principios unificadores, expresado en sus artículos, podría pensarse tras su muerte que ciertas declaraciones de Margalef tuvieron un significado espiritual, como por ejemplo, la siguiente: “Personalmente creo que aceptar con reconocimiento el don de la naturaleza que se nos ofrece, nos debe predisponer a recibir el don, también gratuito, de la paz”, frase que tanto recuerda la espiritualidad de san Francisco de Asís, precisamente patrón de los ecólogos.
Dice el Padre J. Ynaraja que se reía de los vaticinios apocalípticos de unos y de los pánicos de algunos estudiosos en ecología, algo tan próximo al Magisterio de la Iglesia actual que llega a advertir de las idolatrías ecologistas que niegan a Dios y promueven el aborto. Los franciscanos de Asís le otorgaron el premio internacional “Cantico delle Creature”.
El también católico y científico vivo, Pedro Monserrat, comentaba que Margalef estaba enamorado de su trabajo, y lo vivía como una vocación apasionante, “porque entendía la vida como un don de Dios”. Precisamente tal vez por esta razón creía que su aportación a la ciencia no era extraordinaria porque “sentía que cumplía su deber y devolvía agradecido el don de la vida que había recibido”.
la vida como don divino
Próximo a su muerte, afirmaba sentirse amortizado, haciendo referencia a la parábola de los talentos. Margalef recibió multitud de premios y distinciones tanto nacionales como internacionales, de entre las que cabe destacar el Premio AG Huntsman d’Oceanografía Biológica (Canadá, 1980) —el Nobel en Ciencias del Mar—, el premio Santiago Ramón y Cajal del Ministerio de Educación y Ciencia (1984) y el Premio Humbolt (Alemania, 1990), siendo además Doctor “Honoris Causa” por las universidades de Laval, Aix-Marseille y el Institut Químic de Sarrià.
Margalef dijo: “La ecología demanda que miremos a la naturaleza una y otra vez con ojos de niño, y no hay nada más opuesto a los ojos de un niño que un pedante”. Congruentemente con su fe y su visión del cosmos, cuando supo que su enfermedad era irreversible no aceptó ningún tratamiento agresivo para alargar su vida, como haría Juan Pablo II. En sus notas autobiográficas va a escribir: “La misma caducidad de la vida individual no hace indispensable amoldarse a las novedades que llevan los tiempos que corren y permiten contemplar con una paz de raíz metafísica quizá la manera como uno puede aproximarse a la muerte, no con ira, sino con la satisfacción de haber disfrutado de un episodio universal apasionante”.
Cuando sintió cercana la propia muerte, se emocionó tanto que lloró dando gracias a Dios por la vida vivida. Se despidió serenamente de todos sus familiares y les pidió que rezasen por él. Llamó al Padre J. Ynaraja el día antes de morir, le pidió la Unción de enfermos, algo que el Padre comentó nunca antes le había ocurrido, quedando impresionado por su serenidad frente al trance. A su mujer María Mir le dijo que pronto se volverían a ver, la cual murió una semana después.
Poco antes de morir, Margalef decía que la ecología debería de ser un conocimiento profundo de la tierra y una toma de conciencia de la capacidad del hombre: “Si Dios nos ha puesto aquí en la Tierra, tenemos derecho a manejarla; pero hemos de hacerlo con una pizca de sentido común. Todos estos aspectos no están en el discurso ecológico habitual”. Preguntado sobre las soluciones posibles a la crisis ecológica global, respondía: “Un cierto éxito, o al menos una cierta paz interior en relación a estos problemas, pide ver la naturaleza con reverencia o con espíritu religioso… Esta actitud debe ser la base de una ética de conservación que mueva a la gente”.
En resumen, la relación de la Iglesia con la biodiversidad va más allá de una mera elucubración mental, y nos debe servir para admitir la admirable coincidencia entre fe y razón, entre ciencia y religión, que tan difícil es de reconocer en España en estos tiempos, donde se vive un ambiente anticlerical y antieclesial superior al de las naciones que nos rodean, en palabras del propio Benedicto XVI recientemente pronunciadas en su viaje a España para clausurar el Año Santo Jacobeo y consagrar la Basílica de la Sagrada Familia. A día de hoy el hombre sigue poniendo nombre a los animales.