Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos.
No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos” (San Mateo 5, 13-19).
COMENTARIO
Estamos en pleno sermón de la montaña, la carta magna del Evangelio de Mateo. Es el ADN cristiano, su identidad en medio del cielo y de la tierra, lo que hace nuestra religión distinta de otras filosofías y religiones. No es que en ellas no haya pobres y dolor, sino que la pobreza, la mansedumbre, el llanto, la sed de justicia, no son parte esencial de su camino a la gloria. Y no solo son identificación cristiana del que las padece, sino que su modo de hacerlo es sabor y sentido de luz para el mundo entero.
En Mt. 5,1-11, —las Bienaventuranzas—, ser pobre, manso, misericordioso etc. tiene su premio futuro: el reino de los cielos, poseerán la tierra, alcanzarán misericordia, pero enseguida -y es el Evangelio de hoy—nos dirá Jesús que también tienen una consecuencia inmediata en la tierra y el mundo, ser cristiano es ser la sal de la tierra, la luz del mundo, la lámpara que alumbra al hombre, a todos los de la casa, a los hermanos, a todos los hombres incluso a los enemigos que nos empobrecen, nos hacen llorar y vivir en la injusticia, en su intento de ensuciarnos el corazón para que no podamos ver a Dios.
No tenemos excusa, sabemos que ser cristiano es ser la sal que sala y alumbra a la vez. Pero no solo es ser pobre, manso, soportar con paciencia los dolores, buscar con toda el alma y el cuerpo la justicia, la paz, la misericordia, la limpieza de nuestro corazón, y aguantar lo que nos venga encima por ser de Cristo, por creer. Todo eso lo hacen y sufren también muchos otros hombres, y en cuanto a la entrega a los demás, incluso mejor que nosotros. Ser cristiano de verdad, lo que produce la luz del mundo, es hacer todo eso ante el Padre del cielo. Lo que da sentido a nuestra conducta y nos hace sabor del mundo, es saber y manifestar que estamos viviendo ante “Alguien”, ante nuestro Creador y Señor, y ante el hombre que murió y recitó en la Luz, en la energía primaria que creó el mundo y nos sigue impulsando, transformando para que alumbremos, demos calor y sabor a Él.
El agua pura, es insabora, el pan ácimo tampoco sabe, pero el vino bueno tiene sabor, y el agua santa de nuestro bautismo con la sal de la gracia, son signos de algo nuevo que empezó a funcionar en el mundo hace dos mil años apenas: la gracia y el amor de Cristo al Padre nuestro y a los hermanos.
La magia e ilusión de Cristo fue hacer que algo que parecía tan pasado y muerto como la Ley y los profetas, con esa entrega suya, no sólo revive sino que lo hace en un sentido de plenitud que había olvidado el pueblo depositario de las promesas.
¿Seremos tan valientes nosotros de encender esa luz en su cirio pascual y ponerla en lo más alto?
El que ama, sabe lo que es la luz y la llama que produce el amor, y cuando alumbra y es alumbrado por ella, ya no quiere otra cosa.