«Se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Mc. 16, 15-18
Muchos cambian el «id» por el infinitivo «ir». Hasta tal punto somos reacios a acatar a nadie, a obedecer a Álguien, que no queremos ni pensar en la autoridad. Nadie estaría legitimado para ordenar nada a nadie; todo es líquido, melifluo, blando. Y como consecuencia no hay pecado, y menos aún pecado de omisión. Como nada debe realizarse necesariamente -imperiosamente-, nada se incumple con la pasividad. Es clarísima la abolición del inasible «pecado de omisión». Los confesores lo saben bien. Los pocos que se acercan como penitentes rara vez mencionan la omisión.
Pero aquí El Señor no transmite una enseñanaza final; da una orden. Sí, una orden; «id». No dice; si te parece bien puedes considerar la posibilidad de… o aquello de planificar la pastoral… o a vuestro criterio dejo el análisis de las circunstancias en que calculéis que vais a ser eficaces…etc.
Reacios a cumplir la orden personalizada – vé- hay precedentes muy conocidos. A Moisés El Señor, bendito sea, lo mandó ir a persuadir al Faraón. Él pretextó su tartamudez. A Jonás, que estaba espantado, lo tuvo que conducir por fuerza un gran pez. A ningún profeta «le apetecía» profetizar. Claro que no. Bien saben lo que les espera, por obedecer (ob-audire) a Dios.
Lo que hay que sopesar no es la suerte del profeta, o el destino del pueblo todo, sino la fuerza del que envía. Porque aquí Jesucristo, lo explicita; hay consecuencias eternas. «El que crea y sea bautizado se salvará, el que no crea será condenado«. Sólo los necios arguyen; ¿Y si no se enteran? ¿Y si nadie les ha puesto en la tesitura de optar? Pero está escrito: ¿Y como creerán si nadie les predica?
El silogismo es claro; somos culpables, por omisión, de la condenación de los que no han escuchado la buena noticia. Por supuesto que es muy seria esta conclusión. Pero no se puede desoir el imperativo de nuestro Señor: ID.
El anuncio de la buena noticia es dar a conocer un hecho: Jesucristo ha resucitado. ¿Como retener para mí solo que el Creador del mundo ha perdonado a los hombres, ha redimido sus pecados, ha cargado con las injusticias, ha amado a los que lo odian y nos ha abierto el cielo, la vida sin fin? Dar noticia de Dios-con-nosotros, el resucitado, es ineludible.
Otra cosa es que tu no lo creas. Entonces salta tu famosa «coherencia» y por ella cortas la tradición; tu no trasmites algo que no crees. Claro, te debes a tu coherencia. En tí ha muerto la llama de la Fe, y tú no estás dispuesto a propalar una ridícula patraña que ha gobernado al mundo durante siglos y siglos de obscuridad. Como no hay Resucitado que valga, no hay buena noticia que dar y, por modo de consecuencia, no hay que IR a ningún sitio.
Muy bien. Eres libre de «ir o no ir», pero no eres plenipotenciario para modificar el mandamiento de El Salvador: «Id». Seremos culpables del más grave pecado de omisión; haber congelado en nuestro estúpido yo el mensaje que muchos reyes y profetas quisieron oir y no tuvieron a su alcance.
¿Quien dió crédito a nuestro mensaje? Da igual. Tu vé y diles. Lo repite tambien la Iglesia. Lumen Gentiun 33 señala esta obligación como especialmente intensa para los laicos. No hay excusa. Cierto que el testimonio de vida es convincente (Apostoticam Actuositatem 6), pero la mísera condición del mensajero no lo exime de su obligación.
Todos tenemos en los labios el «Padre Nuestro». Pero deberíamos detenernos y sopesar seriamente si cuando pedimos «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» realmente estamos incluyendo esta misión evangelizadora; este «id». Es inequivocamente su voluntad, pero ¿queremos participar de esa voluntad?. Jesucristo, Él sí, pudo rezar de corazón el Padre Nuestro. En plena agonía oró «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22 42). Como recoge el Catecismo al nº 2825, reproduciendo a San Juan Crisóstomo, esta petición nos involucra en una misión que nos supera: «Que la tierra ya no sea diferente del cielo«. El Señor, es el que nos ha ordenado dar razón de Él. Él es la alegre noticia, lo que cambia la Tierra y la Historia. Al acoger el envío de Jesús, el Espiritu Santo se asocia como nuestro guía y nos asiste, incluso ante el martirio (nº 853 del Catecismo).