«Dice Jesús a sus apóstoles», Jesús va a dirigirse a los Doce. Les va a enseñar cómo realizar su misión apostólica de evangelización. Pero también son unas palabras para todos los bautizados, porque todos hemos recibido por el Bautismo la misión de profetas, es decir, tenemos la capacidad y el don de hablar en nombre de Jesús. Y ¿qué tenemos que decir? ¿A qué nos impulsa el Espíritu Santo a hablar? (Mt 10, 7-13)
«Id y proclamar que el reino de los cielos está cerca». No es más ni menos que lo mismo que predicaba Jesús. Mateo cuando nos presenta a Jesús predicando, después de su retirada al desierto, nos dice: «comenzó Jesús a predicar y decir: «Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca» (4, 17). Jesús predicaba el reino y nosotros no tenemos otro mensaje. Por eso tenemos que estar muy unidos a Jesús, conocerlo íntimamente como hicieron sus discípulos y apóstoles, porque sólo podemos decir lo que Él decía, lo que Él nos enseñó. Sabiendo además que Jesús nos dice nada por sí mismo, como nos dirá san Juan, sino que sólo habla lo que el Padre le ha mandado; lo que Él ha visto en lo alto. El reino de los cielos es Cristo, pero Él nos remite al Padre. Cuando predicamos transmitimos lo que Cristo nos ha enseñado del Padre, hablamos misterios divinos, escondidos, pero que hemos oído de los labios de Jesús de Nazaret, el Ungido por el Espíritu Santo y testimoniado como Hijo predilecto del Padre.
Pero no basta con saber el contenido de nuestra predicación hay que imitar el modo en que Jesús lo hace. Porque el mensaje que transmitimos no va desligado de nuestra propia persona. El reino de los cielos que está cerca no es conjunto de verdades intelectuales, sino que siendo verdades transforman toda nuestra existencia haciendo de nosotros miembros de ese reino. Predican nuestras palabras pero son eficaces en la medida que son dichas por un corazón, un cuerpo y un alma traspasados pro la gracia de ese reino.
Y lo primero que tenemos que saber es que no predicamos por nuestro gusto o querer propio, ni siquiera por ser bautizados, sino que predicamos en obediencia a un mandato del Señor: «Id y proclamad». No es un mandato que ejecutamos por obligación, sino que por ser un mandato nos da la seguridad de que lo que hacemos tendrá su eficacia en Cristo. «¡Ay de mí, si no predicara!» dice san Pablo. No por el agobio, como entenderíamos nosotros, ante una orden recibida, sino por la maravillosa confianza en Jesús, de que todo lo que nos manda será realizado por su gracia. «Sin mí no podéis hacer nada». Si Él nos lo manda, entonces será posible que se realice. Ahí está nuestra seguridad, en que lo que hacemos está respaldado por una voluntad del Señor. (Existe una orden religiosa española que funda todo su carisma en el vivir ese «Id», la de los misioneros identes).
Nos dice Jesús cuáles son los signos de la presencia del reino, que sigue estando en imperativo: curad, resucitad, limpiad, echad. Y el apóstol lo hará en virtud del poder recibido. Y nos queda ya los consejos prácticos, el modo de ir y proclamar: gratuidad, sin seguridad en el dinero, sin previsión de dificultades, sin defensa alguna. Sólo una cosa: la paz. La paz de saber que sólo realizamos una misión en el nombre de Jesús, nuestro Único Señor, quien ha recibido del Padre todo el poder y nos lo ha transmitido a través de la Iglesia.