«En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: “ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos”. Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». (Mc 16,15-20)
Nos encontramos en el Monte de los Olivos, muy cerca del lugar donde unos días antes Jesús era entregado por uno de sus discípulos, y donde todos los demás le abandonaron. Pero las cosas han cambiado y ya no son los mismos apóstoles de antes, la Resurrección los ha cambiado. Y Jesús se da cuenta de esto, por eso les da una nueva misión: predicar el evangelio a todos los hombres, suscitar la fe, transmitir la salvación mediante la predicación.
Quizás Jesús, ante la poca fe de los apóstoles o para potenciar efectivamente su predicación y su poder sobre el mal y la muerte, les anticipa las señales que acompañarán a quienes creen en Él: expulsar demonios —el poder sobre Satanás, el poder de Dios sobre el maligno es combatir el poder del mal (injusticias, abusos, asesinatos…) que daña la Vida nueva anunciada por Jesús; hablar lenguas nuevas —la comunión con todos los hombres y naciones sin distinción de raza lengua o nación, porque, como dice San Pablo, el evangelio es universal y católico—; vencer el veneno de la serpiente —el veneno de la murmuración, de los juicios, envidias, etc. —; sanar enfermos de alma y de cuerpo —¡tenemos tantas heridas!—…
Estamos llamados a llevar esta gran noticia de salvación a todo el mundo, y como dice nuestro Papa Francisco, a dirigirnos principalmente a todos aquellos que viven en las periferias sociales y espirituales.
Jesús se despide, pero nos deja a nosotros esta gran misión de ser sembradores de la vida, del perdón y de amor, porque el Reino de Dios aún no está en su plenitud y la fe y el anuncio del Kerigma debe ser un pilar importante para los cristianos. No es algo que podamos guardarnos solo para nosotros. Hoy, siguiendo este mismo mandamiento que Jesús hace a sus discípulos, estamos llamados a proclamar de manera incansable la muerte y la resurrección del Señor, hasta que Él vuelva. No pensemos que para ser evangelizadores tenemos que trasladarnos necesariamente a tierras lejanas. Hemos de comenzar anunciando a Cristo a los que viven a nuestro lado, a nuestros prójimos, en todo momento y en toda circunstancia. Cada día, cada actividad, cada instante, pueden ser transformados en una ocasión para testimoniar al Señor: Cristo ha resucitado para todos y su amor y misericordia nos esperan.
Y no olvidemos que estamos ya en el Año de la Misericordia.
Valentín de Prado