En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban (San Marcos 16, 15-20).
COMENTARIO
¡Aleluya, Aleluya! Estamos aún embargados por la inmensa alegría de la Pascua, tan evidente para nuestra fe, y nos gusta escuchar y releer el relato de las apariciones del Señor.
Es fácil suponer que, la primera aparición de Jesús resucitado sería a su madre y en privado, para consolarla con su infinito amor y ternura, de los terribles dolores sufridos, y santa Teresa asegura que así se lo dijo el propio Jesús.
En los evangelios aparece como primera la aparición a María de Magdala “de la que había echado siete demonios,” apuntala Marcos. En el evangelio de Juan 20,14-17 nos deja una preciosa imagen de amor mutuo. Sin sensiblerías, nos imaginamos como se abrazaría María a los pies de Jesús, para merecer su: “Nolli me tangere“
A pesar de la variedad de las cuatro narraciones, y hasta alguna leve contradicción, Jesús en el evangelio no da puntada sin hilo y, el hecho de su aparición a María como auténtica apóstol y discípula, tiene dentro del contexto social de la época una enorme importancia, así como el desprecio a la versión de las mujeres, por parte de los discípulos. Sigue Marcos: “Ella fue a comunicar la noticia, pero no la creyeron…, ni a dos de ellos que se les apareció cuando iban de camino a una aldea, y se volvieron a comunicarlo a los demás, pero a estos tampoco los creyeron”.
El versículo 14, inmediatamente anterior al de hoy, comienza con esta primera vez en que Jesús se aparece a los once reunidos a la mesa, y dice “les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado”. No he oído muchas homilías sobre ello, pero es evidente que su incredulidad se debió a que eran tres mujeres, y los discípulos de Emaús no pertenecían al trío selecto de Pedro y los dos hijos del Zebedeo. Pero de ello hablaré cuando toque.
Hoy el pasaje es la continuación, del capítulo 16 de Marcos, presidido por el importante mandato del Señor “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.”
La resurrección se presenta aquí unida a la subida de Jesús al padre, como dos aspectos de una misma realidad: la glorificación de Jesús. Dios le resucita para vivir eternamente con él.
Para los cristianos lo importante es que, si él nos resucita, podemos entrar como él con un cuerpo glorioso en el reino de Dios, y asistir, según anuncia Pablo, “a lo que ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre llegó: lo que Dios prepara a los que le aman”, pero, después de la alegría de la resurrección, tenemos la tarea y los deberes para casa que puso Jesús a sus discípulos. “Como el Padre me envió así os envío a vosotros.”
La resurrección lanzó a los discípulos de Jesús por todo el mundo, no como simples mensajeros, sino representantes con el poder y autoridad de Jesús y en su nombre. La atractiva promesa, que nos presenta Jesús para los que crean en él de echar los demonios en su nombre, dominar lenguas extranjeras, tomar serpientes peligrosas, beber veneno y poder sanar a nuestros enfermos, con la imposición de las manos, deja clara la tibieza de nuestra fe, porque, estos casos excepcionales, solo los hemos visto en los más grandes santos de los que nos sentimos tan alejados de su fe y virtudes.
El mundo sigue aún sin conocer a Jesús y su mensaje, en algunos países; y en otros, donde es de sobra conocido, se le desprecia y ningunea con atrevida frivolidad. Es seguro que los creyentes de aquí y ahora no estamos haciendo lo necesario. Los misioneros sienten el aguijón y toman la decisión radical de dejarlo todo y marchar a otros países. Los que nos quedamos gustamos en general, de movernos en aguas mansas, en vez de lanzarnos a la palestra de la opinión pública, para no tener que sufrir descalificaciones, insultos y desprecio. Unos pocos militantes lo hacen y, quizá, no se sientan mayoritariamente apoyados por los creyentes.
Creo que hay mucha tarea por delante…