«En aquel tiempo, dijo el Señor: “Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a la mesa»? ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú»? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer. «» (Lc 17,7-10)
Vengo hoy a ti, Señor, con el dilema de mis cansancios por la dura jornada en tu viña, y los méritos que me atribuyo que ahora me llenan de orgullo y me apartan de ti. Tus palabras van directas al meollo de mi soberbia y de mi infidelidad. Tantas horas trajinando sin descanso, Señor, tantas obras buenas realizadas en tu nombre, tanto frío en el camino que he tenido que recorrer para cumplir tu voluntad, y ahora, con la misión cumplida, con las ansias de hacer el bien ya colmadas, cuando me arrimo al fuego que conforta mis miembros ateridos, y me siento a la mesa para degustar el alimento tan bien ganado y reponer las fuerzas, vienes tú, Señor, y me recuerdas quién soy en realidad, y me pides justamente que me ciña de nuevo, y que te sirva a ti el primero, y que termine la jornada al servicio de mi Dueño y Señor, y que luego, yo también comeré y beberé.
Pobre de mí, Señor, que solo pensaba en las buenas cosas que hice en todo el día ocupándome de tu cuidado, y que con el corazón rebosante de felicidad ya pensaba en mi merecido descanso. Y viene a mi memoria lo que nos dice San Francisco sobre la regla de la perfecta alegría[1], cuando yendo de camino desde Perusa a Santa María de los Ángeles con Fray León, en tiempo de invierno, atormentándoles por el camino un frío crudísimo, dialogaba con él sobre dónde se hallaba la perfecta alegría, y contestando a sus insistentes ruegos para que se lo dijera, le habló de esta manera:
“Cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, calados por el agua y helados por el frío y cubiertos de barro y afligidos por el hambre y llamemos a la puerta del lugar, si el portero viene enfadado y nos dice: “¿Quiénes sois?”, nosotros diremos: “Somos dos de vuestros hermanos”. Él contestará: “Mentís; sois dos bribones que andáis por el mundo engañando y robando las limosnas de los pobres; fuera de aquí.” Y no nos abrirá; y nos hará quedar fuera, en medio de la nieve, del agua y del frío, con hambre hasta que sea de noche. Entonces, si a pesar de tanta injuria, tanta crueldad y tantos vituperios, nos sostenemos pacientemente sin turbarnos y sin murmurar de él, pensando humilde y caritativamente que aquel portero verdaderamente nos conoce y que Dios le hace hablar contra nosotros, ¡oh, fray León!, en esto estará la verdadera alegría. Y si perseveramos llamando a la puerta y sale él turbado y como bergantes inoportunos nos echa con villanías y bofetadas, diciendo: “Largo de aquí, ladronzuelos vilísimos; id al hospital, porque aquí no comeréis vosotros ni os albergaréis”, si nosotros lo sufrimos pacientemente con alegría y con amor, fray León, escribe que en esto habrá perfecta alegría. Y si acuciados por el hambre, por el frío y por la noche, volvemos a tocar y llamamos y rogamos por amor de Dios con gran llanto que nos abra y nos meta dentro, y aquel, escandalizado, dice: “Estos son bribones inoportunos; ya les daré la paga que merecen”, y sale fuera con un bastón nudoso y, cogiéndonos por el capuchón nos echa al suelo sobre la nieve y nos golpea duramente; si entonces nosotros conllevamos todas estas cosas con alegría, pensando en las penas de Cristo bendito que debemos soportar por su amor, ¡oh, fray León!, escribe que aquí se hallará la perfecta alegría”.
Horacio Vázquez
[1] LAS FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO, Primera parte, Capítulo VIII.