En aquel tiempo, los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante.
Jesús, adivinando lo que pensaban, cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: «El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante.»
Juan tomó la palabra y dijo: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir.»
Jesús le respondió: «No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro». (Lucas 9,46-50).
En este breve pasaje del Evangelio se relatan dos hechos en apariencia distintos, pero que tienen la misma raíz: la valoración desmedida e inadecuada de la propia excelencia. No hay que asustarse ni sorprenderse por ello; es la marca que nos ha dejado el pecado original y que aumenta nuestros pecados y faltas personales. Es la tonta ambición del “seréis como dioses” con la que el demonio tentó a nuestros primeros padres.
Ciertamente -y es importante- es preciso tener un recto amor hacia uno mismo, consecuencia de saberse hijo de Dios y llamado a colaborar en la redención y salvación no sólo de la propia vida, sino de toda la humanidad, pero descubriendo y redescubriendo constantemente que nuestra grandeza es prestada. Hay una idea conmovedora y muy asequible para ser humildes; su autor es San Josemaría, el llamado santo de lo ordinario, el cual dice que la madurez cristiana conlleva ese ser adulto que se comportan como un niño ante Dios. Es lo que no está diciendo el Señor por San Lucas.
El otro aspecto de este Evangelio nos remite a esas extrañas comparaciones que los hombres somos capaces de hacer, que generan la mala competitividad al querer ser superior al otro, si es posible, en todo. Jesús disuelve este error llamando a la concordia “el que no está contra vosotros está a favor vuestro”. Recientemente el Papa Francisco, con ese lenguaje tan práctico con el que Dios le ha dotado, ha comparado estas actitudes vanidosas nada menos que con la osteoporosis del alma, una corrupción interior, que quita la paz interior, que no es más que una burbuja de jabón, que aparenta, finge.., pero no llega a más.
Estamos en el comienzo del curso, al menos el académico. Qué buen momento para tomar el ritmo de nuestra vida, con la actitud humilde -confiando siempre en Dios, poniendo todos los medios humanos a nuestro alcance- del que se sabe instrumento para construir un mundo mejor, el que Dios espera. Si las cosas nos vienen grandes, o nos incomodan, o no las entendemos… hagamos como los niños: pedir, pedir y pedir… y “vuestro Padre, que ve en lo secreto, os recompensará”.
Pidamos también al Señor la buena capacidad para no envidiar a los otros, sino para admirarlos, servirlos y compenetrados, cada uno en su papel y con sus dones, ir dejando a nuestro paso un clima fraterno de paz, de alegría, de unidad. Sin osteoporosis.